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A dos leguas de la orilla del mar, sobre la plataforma de una colina, se asienta Jerez, rico, robusto y predilecto hijo de Baco y de Ceres. Rodéanle como un soberbio cinturón sus famosas viñas, cuidadas como princesas, y sus campos de trigo, cuyas cañas inclinan sus doradas cabezas. Extiende sus inmensos Propios por las comarcas cercanas, que murmuran de esta invasión del coloso rural, y pierde la cuenta de sus montes, como un potentado.Jerez, noble como el que más, lleva al frente el precioso y bien conservado castillo moruno, perteneciente a la ilustre familia de los Villavicencios, y que ha sido testigo de tantas hazañas; conserva anales que forman páginas de oro en la historia de España; ostenta suntuosos templos, obras magnas de la fe, obras maestras del arte, y ve con dolor a su lado desmoronarse su magnífica Cartuja, admiración de cuantos la vieron viva, dolor y escándalo de cuantos la ven cadáver!
A vosotros mi memoria se dirige solamente. Aquí matan a la gente: por médicos, a la gloria. Como quien cuenta una historia, de los de la tierra quiero pintar las gracias y esmero; y así digo, verdad hablo, que ellos hacen, como el diablo: van a tentar, lo primero.¡Qué bueno fuera invertir los nombres de los pulsantes! Llámenles agonizantes, pues ayudan a morir. Tal es el matar o herir de los doctores presentes, lo ha sido de los ausentes, y será de los futuros. Sacadnos de estos apuros, sino requiescant las gentes.Los médicos de mil modos nos suelen mortificar; ¿y les hemos de aguantar, que nos jeringuen a todos? Lo que alabo sin apodos es, que no traten engaño; pues para evitar el daño, cause o no cause escozor, es el remedio mejor dar a tiempo un desengaño.Los doctores son los barcos de Aqueronte, horrible y fuerte, satélites de la muerte, y de su cuadro los marcos; del Leteo fieros arcos, por donde, según discierno, si Dios, tan piadoso y tierno, no usase de su bondad, a toda la humanidad pasara aquél al infierno. A bien que ya lo veis vos: el doctor, pesado yugo, es el humano verdugo en el tribunal de Dios. Más crueles que la tos, su seriedad les destina, y su rigor les inclina, sean hábiles o zotes, a que nos den los azotes de la Justicia Divina. Pero lo más singular es, si se llega a advertir, que maten para vivir, y que vivan de matar. Es digno de celebrar, cuando un médico inhumano en un récipe villano, sacude una cuchillada: verle tirar la pedrada, y luego esconder la mano.
MOSQUITO. ¡Hombres y mujeres! Atención. Niño, cierra esa boquita, y tú, muchacha, siéntate con cien mil de a caballo. Callad, para que el silencio se quede más clarito, como si estuviese en su misma fuente. Callad para que se asiente el barrillo de las últimas conversaciones. (Tambor.) Yo y mi compañía venimos del teatro de los burgueses, del teatro de los condeses y de los marqueses, un teatro de oro y cristales, donde los hombres van a dormirse y las señoras... a dormirse también. Yo y mi compañía estábamos encerrados. No os podéis imaginar qué pena teníamos. Pero un día vi por el agujerito de la puerta una estrella que temblaba como una fresca violeta de luz. Abrí mi ojo todo to que pude -me lo quería cerrar el dedo del viento- y bajo la estrella, un ancho río sonreía surcado por lentas barcas. Entonces yo avisé a mis amigos, y huimos por esos campos en busca de la gente sencilla, para mostrarles las cosas, las cosillas y las cositillas del mundo; bajo la luna verde de las montañas, bajo la luna rosa de las playas. Ahora que sale la luna y las luciérnagas huyen lentamente a sus cuevecitas, va a dar comienzo la gran función titulada Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita... Preparaos a sufrir el genio del puñeterillo Cristóbal y a llorar las ternezas de la señá Rosita que, a más de mujer, es una avefría sobre la charca, una delicada pajarita de las nieves. ¡A empezar! (Hace mutis, pero vuelve corriendo.) Y ahora... ¡viento!: abanica tanto rostro asombrado, llévate los suspiros por encima de aquella sierra y limpia las lágrimas nuevas en los ojos de las niñas sin novio.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, doy principio a la historia de una parte muy principal de mi vida; quiero decir que empiezo a narrar la serie de trabajos, servicios, proezas y afanes, por los cuales pasé en poco tiempo, desde el más oscuro antro de las regias covachuelas, a calentar un sillón en el Real Consejo y Cámara de Castilla.Abran los oídos y escuchen y entiendan cómo un varón listo y honrado podía medrar y sublimarse por la sola virtud de sus merecimientos, sin sentar el pie en los tortuosos caminos de la intriga, ni halagar lisonjero las orejas de los grandes con la música de la adulación, ni poner tarifa a su conciencia o vil tasa a su honor, cual suelen hacer los menguados ambiciosillos del día, después que las sanas costumbres, la modestia, la sobriedad y la cristiana mansedumbre han huido avergonzadas del mundo, y son tan míseros de virtud los tiempos, que no se encuentra un hombre de bien aunque den por él medio millón de pícaros vividores.
Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable. Creo que padezco del hígado. Pero no sé absolutamente nada de mi enfermedad. Ni siquiera puedo decir con certeza dónde me duele. Ni me cuido ni me he cuidado nunca, pese a la consideración que me inspiran la medicina y los médicos. Además, soy extremadamente supersticioso... lo suficiente para sentir respeto por la medicina. (Soy un hombre instruido. Podría, pues, no ser supersticioso. Pero lo soy.) Si no me cuido, es, evidentemente, por pura maldad. Ustedes seguramente no lo comprenderán; yo sí que lo comprendo. Claro que no puedo explicarles a quién hago daño al obrar con tanta maldad. Sé muy bien que no se lo hago a los médicos al no permitir que me cuiden. Me perjudico sólo a mí mismo; lo comprendo mejor que nadie. Por eso sé que si no me cuido es por maldad. Estoy enfermo del hígado. ¡Me alegro! Y si me pongo peor, me alegraré más todavía.
A mí me han puesto de mote el Abad. En esta Marineda tienen buena sombra para motes, pero en el mío no cabe duda que estuvieron desacertados. ¿Qué intentan significar con eso de Abad? ¿Que soy regalón, amigo de mis comodidades, un poquito epicúreo? Pues no creo que estas aficiones las hayan demostrado los abades solamente. Además, sospecho que el apodo envuelve una censura, queriendo expresar que vivo esclavo de los goces menos espirituales y atendiendo únicamente a mi cuerpo. Para vindicarme ante la posteridad, referiré, sin quitar punto ni coma, lo que soy y cómo vivo, y daré a la vez la clave de mi filosofía peculiar y de mis ideas.Yo friso en los treinta y cinco años, edad en que, si no se han perdido enteramente las ilusiones, al menos los huesos empiezan a ponerse durillos, y vemos con desconsoladora claridad la verdadera fisonomía de las cosas. -En lo físico soy alto, membrudo, apersonado, de tez clara y color mate, con barba castaña siempre recortada en punta, buenos ojos, y anuncios apremiantes de calvicie que me hacen la frente ancha y majestuosa. En resumen, mi tipo es más francés que español, lo cual justifican algunas gotas de sangre gala que vienen por el lado materno. -He formado costumbre de vestir con esmero y según los decretos de la moda; mas no por eso se crea que soy de los que andan cazando la última forma de solapa, o se hacen frac colorado si ven en un periódico que lo usan los gomosos de Londres. Así y todo, mi indumentaria suele llamar la atención en Marineda, y se charló bastante de unos botines blancos míos. Lo atribuyo a que en las personas de amplias proporciones y que se ven de lejos, es más aparente cualquier novedad. Mis botines blancos tenían las dimensiones de una servilleta.
Antes del mar y de las tierras y, el que lo cubre todo, el cielo, uno solo era de la naturaleza el rostro en todo el orbe, al que dijeron Caos, ruda y desordenada mole y no otra cosa sino peso inerte, y, acumuladas en él, unas discordes simientes de cosas no bien unidas. Ningún Titán todavía al mundo ofrecía luces, ni nuevos, en creciendo, reiteraba sus cuernos Febe, ni en su circunfuso aire estaba suspendida la tierra, por los pesos equilibrada suyos, ni sus brazos por el largo margen de las tierras había extendido Anfitrite, y por donde había tierra, allí también ponto y aire: así, era inestable la tierra, innadable la onda, de luz carente el aire: ninguno su forma mantenía, y estorbaba a los otros cada uno, porque en un cuerpo solo lo frío pugnaba con lo caliente, lo humedecido con lo seco, lo mullido con lo duro, lo sin peso con lo que tenía peso.
Como el otro, yo quisiera poder ser:entre señores, señor, y allá entre los reyes, rey.Mas no puedo.Comprendo que siempre me falta o me sobra algo para estar adecuadamente entre las gentes.Aquí, por ejemplo, delante de mi novia, delante de mi Inés.¿Me sobra? ¿Me falta?No lo sé.Probablemente, ambas cosas a un tiempo.Me falta un poco de vergüenza, y me sobra este ansioso pensar en mí... señora de esta noche.Tengo prisa. Tengo verdadera impaciencia por oir las siete y porque se acabe este té. Un coche. Jala me estará esperando. Estará encendida la chimenea de leña en mi salón, y la mesa.Me distraigo. Háblame mi novia, y pienso en Jala. Jala debe de estar allí desde hace media hora. La mesa y la lumbre, elegantísima, alzadas quizá las sedas de sus faldas para calentarse mejor los pies tendidos hacia el fuego. Juraría que se aburre, que bosteza, y que está tirada atrás en el respaldo, sin haberse quitado aún la suelta capa turca, color fresa... ¡Cómo sabe que es rubia, la ladrona!
-Adiós, Marqués.-Adiós, Rojas. Cinco, miraron. El «¡Caramba, un marqués!»- pensó Marqués que debieron pensar ellas.Pero, además, sí fuesen ellas marquesas, debieron también preguntarse: -«Pues... ¿quién será este marqués?»Nada..., vanidad en que ponía él la parte más pequeña. Para darse ante la gente el lustre de tratar a «un título», a sus amigos les placía llamarle por el segundo apellido, en lugar de Aurelio, o Luque, que estaban antes.Siguió escribiendo.Las damas siguieron tomando su té, por las mesas inmediatas.La sala era elegante, severa, con su escasa concurrencia que dejaba en la puerta los coches. No parecía lo más propio venirse a escribir cantatas, como a un café cualquiera, a este Ideal Room aristocrático. Sin embargo, su ambiente tibio, confortable, en estas tardes frías, principalmente, gustable a Aurelio.
Desde el primer puente del buque contemplaba Félix la lenta ascensión de la luna, luna enorme, ancha y encendida como el llameante ruedo de un horno. Y miraba con tan devoto recogimiento, que todo lo sentía en un santo remanso de silencio, todo quietecito y maravillado mientras emergía y se alzaba la roja luna. Y cuando ya estuvo alta, dorada, sola en el azul, y en las aguas temblaba gozosamente limpio, nuevo, el oro de su lumbre, aspiró Félix fragancia de mujer en la inmensidad, y luego le distrajo un fino rebullicio de risas. Volvióse, y sus ojos recibieron la mirada de dos gentiles viajeras cuyos tules blancos, levísimos, aleteaban sobre el pálido cielo. Se saludaron, y pronto mantuvieron muy gustoso coloquio, porque la llaneza de Félix rechazaba el enfado o cortedad que suele haber en toda primera plática de gente desconocida. Cuando se dijeron que iban al mismo punto, Almina, y que en esta misma ciudad moraban, admiróse de no conocerlas, siendo ellas damas de tan grande opulencia y distinción. Es verdad que él era hombre distraído, retirado de cortesanías y toda vida comunicativa y elegante. -Tampoco nosotras -le repuso la que parecía más autorizada por edad, siendo entrambas de peregrina hermosura- sabemos de visitas ni de paseos. Yo nunca salgo, y mi hija sólo algunas veces con su padre. Y entonces nombró a su esposo: Lambeth, un naviero inglés, hombre rico, enjuto de palabra y de carne, rasurado y altísimo. Félix lo recordó fácilmente.
Las noticias más antiguas que tenemos de Inglaterra o Gran Bretaña (llamada así por distinguirla de la provincia de Francia del mismo nombre) son las que nos han dejado los Romanos. Julio César, habiéndose apoderado de lo que ahora llamamos Francia, y antes, Gallia o Gaula, pasó el angosto canal que separa los dos reinos, y venciendo a los semibárbaros que en vano se oponían al valor y disciplina militar de los Romanos, añadió una provincia más a aquel vasto imperio.La condición y estado de los Britanos en el interior de la isla era muy semejante a la de salvajes que empiezan a sujetarse a leyes religiosas en el estado de pastores, que es el segundo paso en la carrera de la civilización. Vivían en chozas con techos pajizos y se mantenían de leche y carnes de sus grandes rebaños. Eran también aficionados a la caza, que abundaba en los montes. Las pieles de los animales que mataban les servían de vestidos para el tronco del cuerpo; los brazos, piernas y muslos no tenían otra cubierta o adorno que un tinte azul sobre el mismo cutis. Dejábanse crecer la cabellera, que caía libre sobre la espalda y los hombros; la barba, por el contrario, llevaban cortada a raíz, a no ser sobre el labio superior como los soldados en nuestros tiempos.
Cuando un hombre sagaz, pero no particularmente valiente, se encuentra con otro más fuerte que él, lo más prudente que puede hacer es hacerse a un lado y esperar, sin sonrojarse, a que el camino quede libre. Marco Tulio Cicerón, que fue en su tiempo el principal humanista del reino de Roma, maestro de oratoria y defensor del derecho, consagró durante treinta años sus energías al servicio de la ley y al mantenimiento de la República; sus discursos están cincelados en los anales de la historia y sus obras literarias forman un constituyente esencial en la lengua latina. En Catilina combatió la anarquía; en Verres denunció la corrupción; en los victoriosos generales percibió la amenaza de la dictadura y, al atacarlos, se acarreó su enemistad; su tratado De República fue largo tiempo considerado como la descripción mejor y más ética de la forma ideal del Estado. Pero ahora debía encontrarse con un hombre más fuerte que él. Julio César, a cuya elevación él (contando con más años y más renombre) contribuyó al principio confidencialmente, había utilizado, de la noche a la mañana, las legiones gálicas para conquistar el dominio supremo en Italia. Poseyendo César el mando absoluto de las fuerzas militares, le bastó simplemente alargar su mano para asir la corona regia que Marco Antonio le ofreció ante el populacho reunido.
Si el entresuelo que habitan en Madrid doña Aurora Nogueira de Pardiñas y su hijo único Rogelio no es ni de los menos obscuros ni de los mas espaciosos, tiene en desquite la ventaja inestimable de encontrarse sito en la calle Ancha de San Bernardo, tan frontero a la Universidad Central, que, hablando en plata, aquello es vivir en la Universidad misma. Encajada la señora dentro de su butaca de gutapercha, en el rincón de la ventana, mientras crece y mengua su labor de calceta sin mirarla una sola vez, sigue los pasos al adorado chiquillo, y en cierto modo, salvando la distancia de la calle y calando el espesor de las paredes, le acompaña hasta el aula misma. Le ve entrar; al salir observa si se detiene en algún grupo, y con quién charla, y cómo se ríe; conoce a todos los camaradas, a los amigotes, a los antipáticos, a los estudiosos, a los holgazanes, a los asiduos, a los que hacen rabona casi siempre. También está familiarizada con las caras de los profesores, y estudia su continente y su modo de responder al saludo de los discípulos, sacando de los signos exteriores importantes consecuencias psicológicas, relacionadas con el problema de los exámenes. ¿« ¡Ay! Allí viene ya el viejiño Contreras, el de Procedimientos. ¡Qué afable!... ¡Qué cara de santo! Anda despacito el pobre... bien se nota que padece reuma articular, como yo. ¡Malpecado! Me es simpático por eso. No, y sobre todo, porque sé que es blando y que le ha de dar a Rogelio un aprobado como una casa. Ahora sale Ruiz del Monte, tan almidonado y tan engreído. Parece todo él hecho de una pieza. ¡Pobres de nos! Con éste no valen empeños, ni influencias, ni... Arre que le han de saber los chicos la asignatura tan bien como él. Pues para eso, que les deje a ellos la catedra... y la paga. ¡Ay! Ahí tenemos al señor de Lastra. Jorobadito es un poco. ¡Qué gracia, las caricaturas que los muchachos le sacan en clase! Y se pasa de campechano. Ahí está pegándole palmadas en el hombro a Benito Díaz, el amigacho de Rogelio. Me parece uno de esos señores que dejan rodar el mundo. Bendito él sea. No sé qué se saca de disgustar a las familias y crucificar a los pobres rapaces.»
El día 15 de agosto de 1769 nació en Ajaccio un niño que recibió de sus padres el nombre de Buonaparte y del cielo el de Napoleón. Los primeros días de su juventud transcurrieron en medio de la agitación febril propia que sigue a las revoluciones. Córcega, que desde hacía medio siglo soñaba con la independencia, acababa de ser en parte conquistada y en parte vendida; no se había librado de la esclavitud de Génova sino para caer en poder de Francia. Paoli, vencido en Pontenuovo, iba a buscar con su hermano y sus sobrinos un asilo en Inglaterra, donde Alfieri le dedicó su Timoleone. El aire que el recién nacido respiró estaba impregnado de los odios civiles y la campana que resonó en su bautismo parecía vibrar aún con los últimos toques de alarma. Carlos de Buonaparte, su padre, y Leticia Ramolino, su madre, ambos de raza patricia y oriundos de San Miniato, ese pueblo encantador que domina desde su colina la ciudad de Florencia, tras una larga relación de amistad con Paoli, habían decidido abandonar su partido, declarándose a favor de la influencia francesa. De esta manera no tuvieron problema para obtener la protección de M. de Marb¿uf, que volvía como gobernador a la isla donde diez años antes había entrado como general, consiguiendo que el joven Napoleón pudiera ingresar en la Escuela Militar de Brienne. La petición acabó siendo admitida y algún tiempo después, M. Berton, subdirector del colegio, dejaba escrito en sus registros la nota siguiente: Hoy, día 23 de abril de 1779, Napoleón de Buonaparte ha ingresado en la Real Escuela Militar de Brienne-le-Château, a la edad de nueve años, ocho meses y cinco días.
Supongo que algunos de ustedes recordarán el caso ocurrido no hace mucho del acróbata que murió en un accidente durante una representación. No hace falta mencionar nombres. Nos referiremos a él como Mortimer, Henry Mortimer. Nunca se supo la causa de su muerte, pero yo sí sé cómo se produjo. He guardado silencio durante todo este tiempo, y ahora puedo hablar sin miedo a herir a nadie. Ya han fallecido todos los interesados en su muerte o en la del hombre que la planeó. Cualquiera de ustedes que conozca el caso recordará lo apuesto, bien parecido y elegante que era Mortimer. Creo que es el hombre más atractivo que he visto nunca. Además, era el tipo más ágil que haya pisado nunca un escenario. Estaba tan seguro de sí mismo que utilizaba peso extra; así, cuando caía el contrapeso, saltaba cinco o seis pies más alto de lo que nunca nadie ha podido saltar. Además, levantaba las piernas en el aire de tal forma, parecida a como hacen las ranas al nadar, que daba la sensación de que saltaba mucho más arriba. Creo que todas las chicas estaban enamoradas de él por la forma en que se comportaban cuando estaban entre bastidores y se acercaba el momento de su entrada. Eso no le habría importado mucho (las chicas siempre se enamoran de un hombre u otro), de no haber sido porque varias mujeres casadas empezaron a comportarse igual. Para mayor vergüenza, algunas de las que iban siempre detrás de él llevaban a sus propios maridos.
LEONATO.¿Veo por esta carta que don Pedro de Aragón llega esta noche a Mesina. MENSAJERO.¿Debe de hallarse muy próximo, pues no estaba a tres leguas de aquí cuando le he dejado. LEONATO.¿¿Cuántos caballeros habéis perdido en esta acción? MENSAJERO.¿Sólo unos pocos de cierto rango, y ninguno de renombre. LEONATO.¿Una victoria vale por dos cuando el vencedor regresa al hogar con las filas completas. Hallo aquí que don Pedro ha colmado de honores a un florentino llamado Claudio. MENSAJERO.¿Muy merecidos por su parte y justamente otorgados por don Pedro. Ha superado las promesas de su edad, realizando bajo apariencias de cordero hazañas de león. Verdaderamente, ha superado las mejores esperanzas a un extremo que no esperéis pueda deciros cómo. LEONATO.¿Tiene aquí en Mesina un tío que se alegrará muchísimo al saberlo. MENSAJERO.¿Ya le he enviado unas cartas y ha mostrado sumo júbilo; a un grado tal que el gozo no pudo exteriorizarse con la moderación debida sin una marca de tristeza. LEONATO.¿¿Rompió a llorar, tal vez? MENSAJERO.¿Con gran abundancia. LEONATO.¿¡Un tierno desbordamiento de ternura! No hay rostros más leales que los que así se bañan en llanto. ¡Cuánto mejor es llorar de alegría que alegrarse del lloro! BEATRIZ.¿Por favor, el signior Mountanto ¿ha regresado de la guerra o no?
A las seis poco más de una mañana del mes de los claveles y las rosas, el agudo chillar de una campana de la villa del Oso, anunciaba al curioso que, en la iglesia cercana, la misa de una boda se decía, y no anunciaba más, su voz parlera, porque más no sabía, que la lengua de bronce, bien pregone el dolor o la alegría, muda al afecto humano, obedece, no más, cuando mano del sacristán la mueve¿ ¿Es posible que existan las campanas estando en pleno siglo diez y nueve? El caso es que la boda pregonaba sin saber, ¡pobre ciencia!,
Este libro va dedicado a todos aquellos que alguna vez le han dicho que no pueden hacer algo porque es imposible.La única forma de lograr lo imposible es convencerse de que es posible.Gracias a: Ricardo y Marta Balbás, que pese a la distancia me han ayudado enormemente. Mis tíos y primos por formar parte de mi educación y crecimiento como persona. Khrisbel Díaz, aquí conocida como Sam, no hay que abundar mucho. Nicol Nova y Linette Diaz las que entienden mi amor por los libros y me regalan felicidad a montones. Claudette Ricardo y Rossvely Duran por sus noches de terapia y consejos. Los que me acompañan desde primero de bachillerato y me han sacado de mis casillas, pero también me hacen muy feliz. El team que me ha regalado hermosos momentos de locura y felicidad. Los compañeros que no escogí y son como familia para mí. Y, por último, pero no menos importante, al contrario, la que le debo la vida, Rosa Torres, mamá eres el ser más maravilloso y especial que he conocido, gracias por amarme día a día como lo haces.
El teatro representa la trastienda de un gran almacén; en el fondo habrá una puerta que conduce al almacén; a la izquierda una puerta que da salida a la calle, y otra que figura dar a un jardín; a la derecha dos puertas, una que conduce a las habitaciones interiores, y la otra al cuarto de don Deogracias. Muebles de moda.[En escena están Don Deogracias y Doña Bibiana]DEOGRACIAS: Pero, mujer, ¿es posible que hayas perdido el juicio hasta el punto de querer hacer la señora? Tú, hija de una honrada corchetera, que en toda su vida no supo salir de los portales de Santa Cruz con su puesto de botones de hueso y abanicos de novia... Tu abuelo, un pobre cordonero de la calle de las Urosas, que, gracias a tu boda conmigo, concluyó sus días en una cama de tres colchones con colcha de cotonía...
DON DEOGRACIAS y DOÑA BIBIANA.DON DEOGRACIAS.- Pero, mujer, ¿es posible que hayas perdido el juicio hasta el punto de querer hacer la señora? Tú, hija de una honrada corchetera, que en toda su vida no supo salir de los portales de Santa Cruz con su puesto de botones de hueso y abanicos de novia... Tu abuelo un pobre cordonero de la calle de las Urosas, que, gracias a tu boda conmigo, concluyó sus días en una cama de tres colchones con colcha de cotonía...DOÑA BIBIANA.- ¿Y qué tenemos con esa relación tan larga de mi padre, y de mi abuelo, y de mí?... Vaya, que es gracioso. Sí señor, quiero dejar el comercio; sabe Dios lo que la suerte me reserva todavía: verdad es que mi madre vendía botones; pero por eso mismo no los quiero vender yo... sobre todo, si yo conozco mi genio... y, vamos a ver, dime: ¿qué era la marquesa del Encantillo, que anda desempedrando esas calles de Dios en un magnífico landó? A ver si su abuelo no era un pobre valenciano, que vino vendiendo estera, y se ponía por más señas en un portal de la calle de las Recogidas, hecho un pordiosero, que era lo que había que ver. En fin, fuera cuestiones, Deogracias; te lo he dicho, no quiero más comercio. Llevo ya veinticuatro años de medir sedas, y de estirar la cotanza para escatimar un dedo de tela a los parroquianos, y de poner la cortina a la puerta para que no se vean las macas de las piezas... qué sé yo... maldito mostrador; basta, basta, no más mostrador.
ESCARMIENTO Compré de los desengaños, que son mercaderes viejos, en la feria de los daños, una tienda de consejos, con dinero de mis años; que estas canas que maltrata la vejez, que los pies ata, y el temor temblando empuña, son reales que el tiempo acuña, pagando a la muerte en plata. Vuestro padre, Entendimiento, a quien tengo por señor, haciendo con él asiento en el libro del Temor, por ver que soy Escarmiento, quitando a la Confianza, vuestro regalo y crianza, como en vuestras medras vela, pupilaje os dio en mi escuela donde hay letras y hay labranza. Que aquí por más que presuma de sus libros el letrado, muestra la experiencia, en suma, que entre surcos del arado, caben surcos de la pluma. Encomendóme su hacienda vuestro padre y su encomienda aceté, con fundamento de que siempre el escarmiento pone al desatino rienda.
LEONOR: No sé si podrás oír lo que no puedo callar.INÉS: Lo que tú supiste errar, ¿no lo sabré yo sufrir?LEONOR: Perdona el no haberte hablado, Inés, queriéndote bien.INÉS: Ya es favor de aquel desdén pesarte de haber callado.LEONOR: No me podrás dar alcance sin un romance hasta el fin. INÉS: Con achaques de latín,hablan muchos en romance.LEONOR: Las destemplanzas de amor no requieren consonancias.INÉS: Si sabes mis ignorancias, lo más claro es lo mejor.LEONOR: ¿Tengo de decir, Inés, aquello de escucha?INÉS: No, porque si te escucho yo, necio advertimiento es.LEONOR: Vive un caballero indiano enfrente de nuestra casa, en aquellas rejas verdes, cuando está en ellas, doradas. Hombre airoso, limpio y cuerdo, don Juan Hurtado se llama; dijera mejor, pues hurta, don Juan Ladrón, sin Guevara.
Despacio, y en coloquio piadoso con el ama Virtudes, ovillaba doña Elvira la recia madeja de lana azul, para seguir urdiendo los doce pares de medias que ofreciera en limosna. Servíanle de devanadera las rollizas manos del ama.Era la señora vieja, cenceña, grave, de tabla compungida de priora; y la criada, mediada de años, maciza, con pelusa de albérchigo en las redondas mejillas, luminarias en los ojuelos grises, y pechos poderosos y movedizos, que doña Elvira no miraba sin decirse: «¡Para qué tanto, Señor! Es ya insolencia». Y el visaje lastimero del ama parecía replicarle: «¡Y yo qué culpa tengo!».-Ama Virtudes, me temo que llegue el frío y no podamos entregar al señor rector los doce cabales.-¡El frío! ¡Y hasta que anochece cantan aún que revientan las cigarras en las oliveras!-Atiende, ama, que estamos en septiembre y se han de acabar para Todos Santos.
Irrumpió por la puerta como un torbellino. ¿¿Ha llegado ya mi vestido? ¿No, señorita ¿respondió la doncellä, y ya dudo que llegue hoy.¿¡Naturalmente que no, ya conozco yo a esa holgazana! ¿exclamó con voz trémula, conteniendo un sollozo¿. Ahora son las doce, a la una y media tendría que bajar al Prater para el derby. ¡Y por esa estúpida no voy a poder! ¡Y además con el buen tiempo que hace! Y furiosa, echando chispas de rabia, dejó caer su esbelta figurita en el pequeño sofá persa que, adornado profusamente con volantes y flecos, estaba en una esquina de aquel boudoir decorado con una fantástica falta de gusto. Todo su cuerpo temblaba de ira por no poder acudir al derby en el que, como dama de renombre y célebre belleza, desempeñaba uno de los papeles más importantes, y ardientes lágrimas resbalaron entre sus delgados dedos cargados de sortijas. Estuvo algunos minutos echada así, luego se incorporó un poco para poder llegar con la mano a la pequeña mesita inglesa, donde sabía que estaban sus bombones de praliné. Mecánicamente se metió uno tras otro en la boca y dejó que se deshicieran despacio. Y su profundo cansancio, la noche de diversión, la fría semioscuridad de la habitación y su gran dolor se conjuntaron de forma que, poco a poco, empezó a dar cabezadas.
No sé que día de Agosto del año 1816 llegó a las puertas de la Capitanía General de Granada cierto haraposo y grotesco gitano, de sesenta años de edad, de oficio esquilador y de apellido o sobrenombre "Heredia", caballero en flaquísimo y destartalado burro mohino, cuyos arneses se reducían a una soga atada al pescuezo; y, echado que hubo pie a tierra, dijo con la mayor frescura «que quería ver al Capitán General.»Excuso añadir que semejante pretensión excitó sucesivamente la resistencia del centinela, las risas de los ordenanzas y las dudas y vacilaciones de los edecanes antes de llegar a conocimiento del Excelentísimo Sr. D. Eugenio Portocarrero, conde del Montijo, a la sazón Capitán General del antiguo reino de Granada... Pero como aquel prócer era hombre de muy buen humor y tenía muchas noticias de Heredia, célebre por sus chistes, por sus cambalaches y por su amor a lo ajeno..., con permiso del engañado dueño, dió orden de que dejasen pasar al gitano.
Camino del pueblo de B..., situado cerca de la capital de una provincia cuyo nombre no hace al caso, íbamos en un carruaje, tirado por dos mulas, Cristina, su madre, Fernando el prometido de la joven, y yo. Eran las cinco de la tarde, el calor nos sofocaba porque empezaba el mes de Agosto, y los cuatro guardábamos silencio. La señora de López rezaba mentalmente para que Dios nos llevase con bien al término de nuestro viaje; Cristina fijaba sus hermosos ojos en Fernando que no reparaba en ello, y yo contemplaba la deliciosa campiña por la que rodaba nuestro coche. Serían las seis cuando el carruaje se detuvo a la entrada del pueblo; bajamos y nos dirigimos a una capilla donde se veneraba a Nuestra Señora de las Mercedes, a la que la madre de Cristina tenía particular devoción. Mientras esta señora y su hija recitaban algunas oraciones, Fernando me rogó que le siguiera al cementerio, situado muy cerca de allí, donde estaba su padre enterrado. Le complací y penetramos en un patio cuadrado, con las tapias blanqueadas, y en el que se observaban algunas cruces de piedra o de madera, leyéndose sobre lápidas mortuorias varias inscripciones un tanto confusas. En un rincón vi a una mujer arrodillada, en la que mi compañero no pareció fijarse al pronto.
Cuando ya no cupo duda de que Egor Timofeievich Pomerantzev, el subjefe de la oficina de Administración local, había perdido definitivamente la razón, se hizo en su favor una colecta, que produjo una suma bastante importante, y se le recluyó en una clínica psiquiátrica privada.Aunque no tenía aún derecho al retiro, se le concedió, en atención a sus veinticinco años de servicios irreprochables y a su enfermedad. Gracias a esto, tenía con que pagar su estancia en la clínica hasta su muerte: no había la menor esperanza de curarle.Al comienzo de la enfermedad de Pomerantzev su mujer, de quien se había separado hacía quince años, pretendió tener derecho a su pensión; para conseguirla, hasta hizo que un abogado litigara en su nombre; pero perdió la causa, y el dinero quedó a la disposición del enfermo.
ROSA Haced alto en el llano desa falda que Manzanares pinta de esmeralda; ligad esos cristianos a esos troncos, cesen los parches de quejarse roncos al eco más vecino de los azotes del porfiado pino; aqueste es Manzanares, aquel río que de las sierras de Castilla frío baja a Madrid tan quedo, que se conoce que me tiene miedo; Branigal, un arroyo que recrea a Branigal su convecina aldea, se entra, renglón de plata, en Manzanares, y Manzanares en Jarama y Nares, y todos tres por uno y otro atajo, porque es nuestro, le dan tributo al Tajo. Aquella puerta que de aquí se advierte, cuya muralla fuerte a la media región del aire llega, es la que llaman Puerta de la Vega; esta playa, que besa el cristal frío, es una tela que tramó el estío con distintos colores, de un verde raso que es raso de flores; Manzanares humilde pone coto a esa tela florida y a ese soto; y yo desde Toledo desta suerte, para vengar de Aben-Jucef la muerte, mi ya perdido hermano, contándole su muerte al aire vano, vengo a vengarle con valor impío en los troncos, que son hijos del río, en las aves que pueblan todo el viento, en los peces que cría ese elemento, y en el que halláre caminante errado, desierto a mi piedad por el poblado. En esta isla (¡oh pese a mi tardanza!) rompió la de su pecho errada lanza, que no le hubiera muerto hasta que le buscara con acierto; como villanas, esas verdes plantas de su coral tiñeron las gargantas; aquel eco, que nunca la voz deja, repitió las razones de su queja; pues aves, prado, monte pasajero, han de asustarse al golpe de mi acero; vegas, flores y plantas, eco y río, la ira han de temer de mi albedrío; y pues que Rosa soy, la valerosa, teman de las espinas de la Rosa.
FÉNIX.Cierra esa puerta, Beatriz; no has de salir, vive el cielo. BEATRIZ.Ciérrola y quito la llave. CONDE.No con fingidos extremos me detengas. FÉNIX. ¡Vive amor, que es dios que manda en mi pecho, que no has de salir! CONDE. ¿Qué importa? Romperé por tus preceptos: (Va a abrir y halla cerrado.) ¿cerraste? Dame la llave. Acaba, Beatriz. BEATRIZ. Ni puedo, ni quiero. CONDE. Dime por qué. BEATRIZ.No preguntes a un no quiero. CONDE.Saldré por esas ventanas. BEATRIZ.Tienen rejas, habla quedo. CONDE.Pues déjame ir, que ya es hora. BEATRIZ.Mirad que no duerme el viejo; que ha más de una hora que escupe y dos que tose. CONDE. En efecto, ¿qué es lo que intentas de mí? FÉNIX.Si tú escucharas mi intento... CONDE.Dile, Fénix. FÉNIX. Ya te digo, más quisiera... CONDE. Dilo presto. FÉNIX.Que me oigas. CONDE. Agradecido te escucharé.
Si usted tiene aficiones a la atorrancia; si a usted le gusta estarse ocho horas sentado y otras ocho horas recostado en un catre, si usted reconoce que la divina providencia lo ha designado para ser un soberbio "squenun" en la superficie del planeta, múdese a las inmediaciones de Canning y Rivera. Todas sus ambiciones serán colmadas.. . y el reino de los inocentes le será dado, por añadidura. Y le digo que se mude en las proximidades de esas calles porque en ese paraje encontrará todo lo que el alma de un vago necesita para consolación y regocijo de su finca. Encontrará allí toda la variedad de especímenes que forman la escala turrones de la ciudad: levantadores de quinielas y redobloneros, anarquistas en embrión, si usted es aficionado a la sociología; tenorios y damas, música (de radio) y típica por la noche, y muchas mozas. El refugio es el café esquinero. Techo alto, tan alto que han podido instalar una baranda con plataforma a la sombra de las estanterías. Más que café, parece una iglesia; pero una iglesia donde se habla de fijas y se trata dé temas "profanos o del siglo" como dicen los teólogos. El altoparlante suministra música nacional desde las diez de la mañana. Las ventanas abiertas a la calle invitan a dejarse estar. Las fabriqueras que pasan, incitan a mirar. Los desdichados pintorescos que transitan invitan a meditar. Y con tanta ocupación inútil, pero espiritual, no hay fiaca que al dar las doce del día no exclame: -Pero, ¡la gran sietel ¡Cómo se pasa la mañana! Y es que en una esquina así se pasa, sin vuelta. En cuanto un ciudadano entra al café, se siente contagiado de la pereza colectiva. Los brazos le empiezan a pesar como si fueran de plomo y la mirada se le llena de neblina. El mozo que está acostumbrado a la clientela, es un plantígrado resignado. No protesta. Sirve el achicoria "express" con la misma sencillez de un mártir. Cinco de propina, y la mesa ocupada tres horas.
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