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A la santa memoria de mi hijo Juan Manuel Hacia el último tercio del borrador de este libro, hay una cruz y una fecha entre dos palabras de una cuartilla. Para la ordinaria curiosidad de los hombres, no tendrían aquellos rojos signos gran importancia; y, sin embargo, Dios y yo sabemos que en el mezquino espacio que llenan, cabe el abismo que separa mi presente de mi pasado; Dios sabe también a costa de qué esfuerzos de voluntad se salvaron sus orillas para buscar en las serenas y apacibles regiones del arte, un refugio más contra las tempestades del espíritu acongojado; por qué de qué modo se ha terminado este libro que, quizás, no debió de pasar de aquella triste fecha ni de aquella roja cruz; por qué, en fin, y para qué declaro yo estas cosas desde aquí a esa corta, pero noble, falange de cariñosos lectores que me ha acompañado fiel en mi pobre labor de tantos años, mientras voy subiendo la agria pendiente de mi Calvario y diciéndome, con el poeta sublime de los grandes infortunios de la vida, cada vez que vacila mi paso o los alientos me faltan: «Dominus dedit; Dominus abstulit. Sicut Domino placuit, ita factum est».
Este es el viejo bosque aún hechizado: los tilos aromáticos florecen; para endulzar mi corazón hastiado los rayos de la luna resplandecen.Penetró en él con indecisa planta; oigo voz melodiosa en las alturas: es el oculto ruiseñor que canta amores y amorosas desventuras.Canta con melancólica alegría tristes goces, pesares halagüeños; y es tan dulce su voz, que al alma mía vuelve otra vez los olvidados sueños.Sin detener el pie, sigo adelante; y surge entre los árboles obscuros un alcázar tan alto y arrogante que al cielo tocan los audaces muros.Cerradas todas las ventanas miro, y silencio tan hondo en él se advierte, que parece ese lúgubre retiro, la mansión misteriosa de la Muerte.
La verdadera patria del hombre es el mundo entero.Allí donde respire aire y libertad, allí donde pose con seguridad su planta, allí es el reino de un alma libre, allí su amada patria, el lugar bendecido, la tierra santa, que puede regar con el sudor de su frente.¿Por qué detenerme un instante más?Un mismo sol, ¿no da vida y calor a todo el universo?Adiós, pues, lugares a quien no amo.Casa que me ha visto nacer.Jardín en donde por primera vez aspiré el aroma de las flores.Fuentes cristalinas, bosque umbroso, en donde gemía el viento en las tardes del invierno, prado sonriente bañado por el primer rayo del sol, ¡adiós!Adiós, tranquilo hogar, techo amigo, sobre el cual han rodado tantos huracanes sin arrancar una sola hierba de esas que nacen solitarias y solitarias mueren, en las grietas que forman una y otra pizarra desunidas.Yo me ahogo en las blancas paredes de tus habitaciones mudas y sin ruido.
¡Oh tú, ninfa gentil del Manzanares, que entre las más bellas y graciosas que triscan en su orilla, de fragantes flores la sien orlada, el albo cuello de oro de ofir y perlas del Oriente, descuellas como suele alba azucena predilecta de Flora en el risueño cultivado jardín! Torna un instante a mí los ojos, do el amor se anida, tórnalos, pues, a tu amoroso hermano, y oye su voz y los llorosos versos con que pinta el furor de las pasiones, la austeridad de la virtud sublime y la venganza atroz de los delitos. Óyeme, hermana, y favorable acoge esta mortal ficción que la engañosa escena va a ocupar, y que felice será si arranca de tu tierno pecho un ardiente suspiro, o si humedece tu rostro hermoso con sensible llanto. Yo, acostumbrado a lamentar amores en arpa de marfil, quise, atrevido más altivo volar, y el sofocleo coturno osé ceñir, y a Melpomene pedí anheloso su puñal terrible. Mas ¿cómo solo a la fragosa cumbre donde mora arribar, sino siguiendo las huellas de algún genio esclarecido que a la cima subió? Nunca el polluelo del águila caudal desplegar sabe las alas temerosas y aun no firmes por la inmensa región solo y sin guía.
La familia Dashwood llevaba largo tiempo afincada en Sussex. Su propiedad era de buen tamaño, y en el centro de ella se encontraba la residencia, Norland Park, donde la manera tan digna en que habían vivido por muchas generaciones llegó a granjearles el respeto de todos los conocidos del lugar. El último dueño de esta propiedad había sido un hombre soltero, que alcanzó una muy avanzada edad, y que durante gran parte de su existencia tuvo en su hermana una fiel compañera y ama de casa. Pero la muerte de ella, ocurrida diez años antes que la suya, produjo grandes alteraciones en su hogar. Para compensar tal pérdida, invitó y recibió en su casa a la familia de su sobrino, el señor Henry Dashwood, el legítimo heredero de la finca Norland y la persona a quien se proponía dejarla en su testamento. En compañía de su sobrino y sobrina, y de los hijos de ambos, la vida transcurrió confortablemente para el anciano caballero. Su apego a todos ellos fue creciendo con el «tiempo. La constante atención que el señor Henry Dashwood y su esposa prestaban a sus deseos, nacida no del mero interés sino de la bondad de sus corazones, hizo su vida confortable en todo aquello que, por su edad, podía convenirle; y la alegría de los niños añadía nuevos deleites a su existencia.
Quién de los dos empujó primero, yo no lo sé. Quizás fuera el mar, acaso fuera el río. Averígüelo el geólogo, si es que le importa. Lo indudable es que el empuje fue estupendo, diérale quien le diera; es decir, el río para salir al mar, o el mar para colarse en la tierra. Mientras el punto se aclara, supongamos que fue el mar, siquiera porque no se conciben tan descomunales fuerzas en un río de quinta clase, que no tiene doce leguas de curso. ¡Labor de titanes! Primero, el peñasco abrupto, recio y compacto de la costa. Allí, a golpe y más golpe, contando por cúmulos de siglos la faena, se abrió al fin ancho boquete, irregular y áspero, como franqueado a empellones y embestidas. Al desquiciarse los peñascos de la ingente muralla, algo cayó hacia afuera que resultó islote mondo y escueto, y más de otro tanto hacia dentro, en dos mitades casi iguales, que vinieron a ser a modo de contrafuertes o esconzados de la enorme brecha. La labor del intruso para continuar su avance, fue ya menos difícil: sólo se trataba de abrirse paso a través de una sierra agazapada detrás de la barrera de la costa; y forcejeando allí un siglo y otro siglo, buscando a tientas al obstáculo las más blandas coyunturas de su armazón de granito, quedó hecho el cauce, profundo y tortuoso, entre dos altos taludes que el tiempo fue tapizando de césped y bordando de malezas.
Ideas muy altas han presidido la composición de INOCENTES O CULPABLES. Ignoro de la manera como será recibida por el público esta novela; pero confío en que todos los hombres rectos y de buena voluntad me harán justicia, y verán que mi obra no es más que una nota, una vibración de verdadero patriotismo, inspirada por nobles aspiraciones del presente que tienden a prever dolores del futuro.Si fuera dable adicionar con notas un trabajo literario, no me sería difícil robustecer cada página con citas científicas y estadísticas. Pero no ha sido mi propósito escribir una obra didáctica, sino llevar la propaganda de ideas fundamentales al corazón del pueblo, para que se hagan carne en él y se despierte su instinto de propia conservación que parece estar aletargado. En los límites que permite el romance realista moderno, he estudiado muchas de las causas que obstan al incremento de la población, el tema más vital e importante para la América del Sur, lo que es decir algo, ya que por nuestra incipiencia cada arista implica un problema en esta parte del continente.
Siempre he creído que la novela social es de tanta o mayor importancia que la novela pasional.Estudiar y manifestar las imperfecciones, los defectos y vicios que en sociedad son admitidos, sancionados, y con frecuencia objeto de admiración y de estima, será sin duda mucho más benéfico que estudiar las pasiones y sus consecuencias.En el curso de ciertas pasiones, hay algo tan fatal, tan inconsciente e irresponsable, como en el curso de una enfermedad, en la cual, conocimientos y experiencias no son parte a salvar al que, más que dueño de sus impresiones, es casi siempre, víctima de ellas. No sucede así en el desarrollo de ciertos vicios sociales, como el lujo, la adulación, la vanidad, que son susceptibles de refrenarse, de moralizarse, y quizá también de extirparse, y a este fin dirige sus esfuerzos la novela social.Y la corrección será tanto más fácil, cuanto que estos defectos no están inveterados en nuestras costumbres, ni inoculados en la trasmisión hereditaria.
Al entrar en su cuarto, Roubaud puso sobre la mesa el pan de a libra, el pâté y la botella de vino blanco. En la mañana, la señora Victoria había echado tanto cisco sobre el fuego de la estufa, que el calor se había convertido ya en sofocante. El segundo jefe de estación abrió una ventana y apoyó en ella sus codos. Esto sucedía en el callejón de Ámsterdam, en la última casa de la derecha, alto inmueble en el que la Compañía del Oeste hospedaba a algunos de sus empleados. Aquella ventana del quinto piso, situada en un ángulo del abuhardillado techo, daba a la estación, ancha trinchera que, cortando el barrio de Europa, ofrecía a la vista un brusco despliegue de horizonte. Y este espacio parecía aún más vasto aquella tarde, tarde de un cielo gris de mediados de febrero, de un gris húmedo y tibio que el sol atravesaba.
En aquel hermoso cantón de la dichosa Inglaterra bañado por las cristalinas aguas del río Don se extendía antiguamente una inmensa floresta que ocultaba la mayor parte de los valles y montañas que se encuentran entre Sheffield y la encantadora ciudad de Doncaster. Aún existen considerables restos de aquel bosque en las magníficas posesiones de Wentwort, Warncliffe-Park y en las cercanías de Rotherdham. Este fue, según la tradición, el Teatro de los estragos ejecutados por el fabuloso dragón de Wantley; allí se dieron algunas batallas libradas en las guerras civiles, cuando peleó la rosa encarnada contra la rosa blanca, y allí también campearon las partidas de valientes proscriptos, tan celebrados por sus hazañas en las populares canciones de Inglaterra.
En la teoría psicoanalítica adoptamos sin reservas el supuesto de que el decurso de los procesos anímicos es regulado automáticamente por el principio de placer. Vale decir: creemos que en todos los casos lo pone en marcha una tensión displacentera, y después adopta tal orientación que su resultado final coincide con una disminución de aquella, esto es, con una evitación de displacer o una producción de placer. Cuando consideramos con referencia a ese decurso los procesos anímicos por nosotros estudiados, introducimos en nuestro trabajo el punto de vista económico. A nuestro juicio, una exposición que además de los aspectos tópico y dinámico intente apreciar este otro aspecto, el económico, es la más completa que podamos concebir por el momento y merece distinguirse con el nombre de «exposición metapsicológica»
TESEO.¿No está lejos, hermosa Hipólita, la hora de nuestras nupcias, y dentro de cuatro felices días principiará la luna nueva; pero ¡ah!, ¡con cuánta lentitud se desvanece la anterior! Provoca mi impaciencia como una suegra o una tía que no acaba de morirse nunca y va consumiendo las rentas del heredero. HIPÓLITA.¿Pronto declinarán cuatro días en cuatro noches, y cuatro noches harán pasar rápidamente en sueños el tiempo; y entonces la luna, que parece en el cielo un arco encorvado, verá la noche de nuestras solemnidades. TESEO.¿Ve, Filóstrato, a poner en movimiento la juventud ateniense y prepararla para las diversiones: despierta el espíritu vivaz y oportuno de la alegría y quede la tristeza relegada a los funerales. Esa pálida compañera no conviene a nuestras fiestas.(Sale FILÓSTRATO.)Hipólita, gané tu corazón con mi espada, causándote sufrimientos; pero me desposaré contigo de otra manera: en la pompa, el triunfo y los placeres.
Mi niña querida, el bromuro de sodio (si es así como lo llaman) resultó ser perfectamente inútil. No quiero decir que no me hiciera bien, pero nunca tuve ocasión de sacar la botella de la valija. Me habría hecho maravillas si lo hubiera necesitado; pero simplemente no las hizo porque yo he sido una maravilla. ¿Creerás que he hecho todo el viaje en cubierta, en la más animada conversación y haciendo ejercicio? Doce vueltas a la cubierta suman una milla, creo; y según este cálculo, he estado caminando veinte millas diarias. Y he bajado para todas las comidas, imagínate, en las que desplegué el apetito de una piraña. Por supuesto, el clima ha estado lindísimo, de modo que no tengo gran mérito. El viejo, perverso Atlántico estuvo tan azul como el zafiro de mi único anillo (que es bastante bueno), y tan terso como el piso resbaloso del comedor de madame Galopín. Durante las tres últimas horas hemos tenido tierra a la vista y pronto entraremos en la bahía de Nueva York, dicen que es de una exquisita belleza.
ARMANDA.-¡Dios mío, de qué poca calidad es vuestro espíritu! ¡Qué personaje más vulgar representáis en el mundo, limitándoos a las exigencias de un hogar, y sin vislumbrar otros placeres más conmovedores que los que se desprenden de idolatrar a un marido y a unas criaturas! Dejad para la gente común y corriente, para las personas vulgares, las toscas diversiones de esa clase de compromisos. Llevad vuestros propósitos a más altos horizontes, pensad en disfrutar placeres más nobles, y tratando con distancia a los sentidos y a la materia, entregaos por completo al espíritu como yo. A la vista tenéis el ejemplo de nuestra madre, a quien en todos sitios honran con el nombre de sabia; procurad, como en mi caso, mostraros digna hija suya; aspirad al esplendor que tenemos en la familia y haceos sensible a las dulzuras seductoras que el amor al estudio difunde en los corazones. Lejos de sujetaros como una esclava a los dictados de un hombre, desposaos con la filosofía, querida hermana, que nos eleva por encima de todo el género humano, concediendo a la razón el imperio, supremo, sometiendo a sus leyes esa parte animal llena de groseros apetitos que nos rebaja al nivel de las bestias. Considerad los bellos fuegos, los dulces afectos que deben llenar todos los momentos de la vida, y comprenderéis que los afanes a que se limitan tantas mujeres sensibles tienen algo de horrible bajeza.
Laguna es una ciudad alegre, blanca toda y metida en un cuadro de verdura. Rodéanla anchos prados pantanosos; por Oriente le besa las antiguas murallas un río que describe delante del pueblo una ese, como quien hace una pirueta, y que después, en seguida, se para en un remanso, yo creo que para pintar en un reflejo la ciudad hermosa, de quien está enamorado. Bordan el horizonte bosques seculares de encinas y castaños por un lado, y por otro, crestas de altísimas montañas, muy lejanas y cubiertas de nieve. El paisaje que se contempla desde la torre de la colegiata no tiene más defecto que el de parecer amanerado y casi, casi, de abanico. El pueblo, por dentro, es también risueño, y como está tan blanco, parece limpio.De las veinte mil almas que, sin distinguir de clases, atribuye la estadística oficial a Laguna, bien se puede decir que diecinueve mil son alegres, como unas sonajas. No se ha visto en España pueblo más bullanguero ni donde se muera más gente.
La sabiduría de la vida como doctrina bien podría ser sinónima de la eudemónica. Debería enseñar a vivir lo más felizmente posible y, en concreto, resolver esta tarea aún bajo dos restricciones: a saber, sin una mentalidad estoica y sin tener un aire de maquiavelismo. La primera, el camino de la renuncia y austeridad no es adecuado, porque la ciencia está calculada para el hombre normal y éste está demasiado cargado de voluntad (vulgo sensualidad) como para querer buscar la felicidad por este camino: la última, el maquiavelismo, es decir, la máxima de alcanzar la felicidad a costa de la felicidad de todos los demás, no es adecuada porque en el hombre corriente no se puede presuponer la inteligencia necesaria para ello. El ámbito de la eudemonía se situaría, por tanto, entre el del estoicismo y el del maquiavelismo, considerando ambos extremos como caminos aunque más breves a la finalidad, pero sin embargo vedados a ella. Enseña cómo se puede ser lo más feliz posible sin mayores renuncias ni necesidad de vencerse a sí mismo y sin estimar a los otros directamente como simples medios para los propios fines.
¿Se trata de una belleza de animal; lo trajeron entre algodones para un sofisticado experimento mediante el cual un millonario qatarí pretende desarrollar masivamente la reproducción de esas fieras en el Caribe¿ Nolasco se secó el sudor de las sienes con un raro pañuelo, muy colorido y grande. ¿Pero, increíblemente, el tigre, nada más llegar a Cuba, se volvió gay ¿ añadió suspirando, sus ojos en los míos a la búsqueda de una respuesta que me era inimaginable. ¿¿Qué significa esö? ¿Un tigre maricón? Nolasco asintió, mordiéndose el labio inferior en una forma que no dejaba espacio a la duda sobre su abatimiento. ¿No hace más que restregarse el ojete contra lo que le venga a mano, los barrotes de la jaula o los huesos de la comida, una cosa rarísima.
Después de muchas cosechas de siglos, la tierra se hizo más amable y los hombres fueron más felices. Pero ninguno ignoraba que aquel rosado tiempo era uno de los últimos fulgores del crepúsculo del planeta. Las regiones boreales habían adquirido una extensión prodigiosa y los veranos eran tibios y sutiles. Se hacían peregrinaciones a numerosos géiseres abiertos recientemente, que ofrendaban al cielo, desmesurado e impasible, la ternura del último calor del globo valetudinario y moribundo. Sus penachos de agua eran vanas y desoídas oraciones. Violentos terremotos arruinaban y envolvían a las poblaciones, como si la tierra estuviera convulsa y temerosa de sus destinos.Entonces fue cuando la Humanidad aprendió a estimar la vida; estremecida de frío y miedo, vivió emocionada y anhelante, y el amor fue más espléndido y magnífico, porque también le llegaba su hora. Y los hombres se amaron, comprendiendo que la vida quería despedirse, y amándose, trabajaron menos, con lo que la civilización se marchitó y se encendió una grata y perpetua alegría. Los amantes se tendían en los estériles surcos de los campos. Querían reanimarlos, hacer que les envidiaran y, al envidiarles, florecieran. Pero todo estaba condenado irremisiblemente.
El dorado disco del sol habíase ocultado tras los elevados picos de las cordilleras; pero a través del transparente velo nocturno en que se envolvía el hermoso cielo peruano, brillaba cierta luminosidad que permitía distinguir claramente los objetos. Era la hora en que el viento bienhechor, que soplaba fuera de las viviendas, permitía vivir a la europea, y los habitantes de Lima, envueltos en sus ligeros abrigos y conversando seriamente de los más fútiles asuntos, recorrían las calles de la población. Había, pues, gran movimiento en la plaza Mayor, ese foro de la antigua Ciudad de los Reyes. Los artesanos disfrutaban de la frescura de la tarde, descansando de sus trabajos diarios, y los vendedores circulaban entre la muchedumbre, pregonando a grandes voces la excelencia de sus mercancías. Las mujeres, con el rostro cuidadosamente oculto bajo la toca, circulaban alrededor de los grupos de fumadores. Algunas señoras en traje de baile, y con su abundante cabello recogido con flores naturales, se paseaban gravemente en sus carretelas. Los indios pasaban sin levantar los ojos del suelo, no creyéndose dignos de mirar a las personas, pero conteniendo en silencio la envidia que los consumía. Los mestizos, relegados como los indios a las últimas capas sociales, exteriorizaban su descontento más ruidosamente.
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