Gør som tusindvis af andre bogelskere
Tilmeld dig nyhedsbrevet og få gode tilbud og inspiration til din næste læsning.
Ved tilmelding accepterer du vores persondatapolitik.Du kan altid afmelde dig igen.
A las tres de la madrugada comenzaron a llegar los primeros carros de la sierra al fielato de los Cuatro Caminos. Habían salido a las nueve de Colmenar, con cargamento de cántaros de leche, rodando toda la noche bajo una lluvia glacial que parecía el último adiós del invierno. Los carreteros deseaban llegar a Madrid antes que rompiese el día, para ser los primeros en el aforo. Alineábanse los vehículos, y las bestias recibían inmóviles la lluvia, que goteaba por sus orejas, su cola y los extremos de los arneses. Los conductores refugiábanse en una tabernilla cercana, la única puerta abierta en todo el barrio de los Cuatro Caminos, y aspiraban en su enrarecido ambiente las respiraciones de los parroquianos de la noche anterior. Se quitaban la boina para sacudirla el agua, dejaban en el suelo el barro de sus zapatones claveteados, y sorbiéndose una taza de café con toques de aguardiente, discutían con la tabernera la comida que había de prepararles para las once, cuando emprendiesen el regreso al pueblo.
En lo interior del África buscaba un joven viajero cierto pueblo en que a todos se hospedaba sin que diesen dinero: y con esta noticia que tenía se dejó atrás un día su equipaje y criado, y, yendo apresurado, sediento y caluroso, llegó a un bosque frondoso de palmas, cuyas sendas mal holladas sus pasos condujeron al pie de unas murallas elevadas donde sus ojos con placer leyeron, en diversos idiomas esculpido, un rótulo que había este sentido: Esta es la capital de Siempre-meta, país de afloja y aprieta, donde de balde goza y se mantiene todo el que a sus costumbres se conviene.-¡He aquí mi tierra!- dijo el viandante luego que estoy leyó, y en el instante buscó y halló la puerta de par en par abierta.
Trepando por la vertiente occidental de un empinado cerro, se retuerce y culebrea una senda, que a ratos se ensancha y a ratos se encoge, cual si estas contracciones de sus contornos fueran obra de unos pulmones fatigados por la subida; y buscando los puntos más salientes, como para asirse a ellos, tan pronto atraviesa, partiéndole en dos, un ancho matorral, como se desliza por detrás de una punta de blanquecina roca. Así va llegando hasta la cima; tiéndese a la larga sobre ella unos instantes para cobrar aliento, y desciende en seguida por la vertiente opuesta. Por esta senda arriba me va a acompañar el lector breves momentos, si quiere orientarse con facilidad en el terreno en que van a desenvolverse los sucesos, cuya fiel y puntual historia ha de ser este libro... Y cuenta que no le llevo por el atajo, porque el cerro está cortado a la izquierda por el río, y por la derecha forma parte de la estribación de una montaña de muy difícil acceso.
Toda mi vida he sido consciente de la existencia de otros tiempos y de otros lugares. He sido consciente de la existencia de otras personas en mi interior. Y créame, lector, igual le ha sucedido a usted. Mire de nuevo en su niñez, y recordará esta conciencia de la que hablo como una experiencia de su infancia. Por aquel entonces usted no estaba acabado todavía, no estaba consumado. Era plástico, un alma fluctuante, una conciencia y una identidad en proceso de formación, de formación y olvido. Ha olvidado mucho, querido lector, y aun así, al leer estas líneas, recuerda vagamente las visiones confusas de otros tiempos y de otros lugares que sus ojos de niño contemplaron. Hoy le parecen sueños. Sin embargo, aunque fuesen sueños, por tanto ya soñados, ¿de dónde surge su materia? Los sueños no son más que una grotesca mezcla de las cosas que ya conocemos. La esencia de nuestros sueños más puros es la esencia de nuestra experiencia. Cuando era niño soñó que caía de alturas prominentes; soñó que volaba por el aire como vuelan los seres alados; le turbaron arañas repulsivas y criaturas babosas de innumerables patas; oyó otras voces, vio otras caras inquietantemente familiares, y contempló amaneceres y puestas de sol distintos a los que hoy, al mirar atrás, sabe que ha contemplado. Bien. Estas visiones infantiles son visiones de ensueño, de otra vida, cosas que nunca había visto en la vida que ahora está viviendo. ¿De dónde surgen, pues? ¿De otras vidas? ¿De otros mundos? Quizá, cuando haya leído todo lo que voy a escribir, encontrará respuesta a las incógnitas que le he planteado y que usted mismo, antes de llegar a leerme, se había planteado también.
Estoy viendo, Watson, que no tendré más remedio que ir ¿me dijo Holmes, cierta mañana, cuando estábamos desayunándonos juntos.¿¡Ir! ¿Adónde? ¿ADartmoor..., a King¿s Pyland.No me sorprendió. A decir verdad, lo único que me sorprendía era que no se encontrase mezclado ya en aquel suceso extraordinario, que constituía tema único de conversación de un extremo a otro de toda la superficie de Inglaterra Mi compañero se había pasado un día entero yendo y viniendo por la habitación, con la barbilla caída sobre el pecho y el ceño contraído, cargando una y otra vez su pipa del tabaco negro más fuerte, sordo por completo a todas mis preguntas y comentarios. Nuestro vendedor de periódicos nos iba enviando las ediciones de todos los periódicos a medida que salían, pero Holmes los tiraba a un rincón después de haberles echado una ojeada Sin embargo, a pesar de su silencio, yo sabía perfectamente cuál era el tema de sus cavilaciones. Sólo había un problema pendiente de la opinión pública que podía mantener en vilo su capacidad de análisis, y ese problema era el de la extraordinaria desaparición del caballo favorito de la Copa Wessex y del trágico asesinato de su entrenador.
Madrid, 3 de Febrero de 1852.- En el momento de acometer Merino a nuestra querida Reina, cuchillo en mano, hallábame yo en la galería del Norte, entre la capilla y la escalera de Damas, hablando con doña Victorina Sarmiento de un asunto que no es ni será nunca histórico... La vibración de la multitud cortesana, un bramido que vino corriendo de la galería del costado Sur, y que al pronto nos pareció racha de impetuoso viento que agitaba los velos y mantos de las señoras, y precipitaba a los caballeros a una carrera loca tropezando en sus propios espadines, nos hizo comprender que algo grave ocurría por aquella parte... «Ha sido un clérigo», oí que decían; y en efecto, recordé yo haber visto entre el gentío, poco antes, a un sacerdote anciano, cuyas facciones reconocí sin poder traer su nombre a mi memoria... Hacia allá volé, adelantándome a los que iban presurosos, o tropezando con damas que aterradas volvían, y lo primero que vi fue un oficial de Alabarderos que a la Princesita llevaba en alto hacia las habitaciones reales. Luego vi a la Reina llevada en volandas... ¡Atentado, puñalada... un cura! ¿Había sido herida gravemente? Muerta no iba. Creí oírla pronunciar algunas palabras; vi que movía su hermoso brazo casi desnudo, y la mano ensangrentada. Rápida visión fue todo esto, atropellada procesión de carnes, terciopelos, gasas, mangas bordadas de oro, tricornios guarnecidos de plata, Montpensier lívido, el infante don Francisco casi llorando... Al Rey no le vi: iba por el lado de la pared, detrás del montón fugitivo... Vi a Tamames; creo que vi también a Balazote...
El fantasma de la ópera existió. No fue, como se creyó durante mucho tiempo, una inspiración de artistas, una superstición de, directores, la grotesca creación de los cerebros excitados de esas damiselas del cuerpo de baile, de sus madres, de las acomodadoras, de los encargados del vestuario y de la portería. Sí, existió, en carne y hueso, a pesar de que tomara toda la apariencia de un verdadero fantasma, es decir de una sombra. Desde el momento en que comencé a compulsar los archivos de la Academia Nacional de Música, me sorprendió la asombrosa coincidencia de los fenómenos atribuidos al fantasma, y del más misterioso, el más fantástico de los dramas; y no tardé mucho en pensar que quizá se podría explicar racionalmente a éste mediante aquéllos. Los acontecimientos tan sólo distan unos treinta años, y no sería nada difícil encontrar aún hoy, en el foyer ancianos muy respetables, cuya palabra no podríamos poner en duda, que recuerdan, como si la cosa hubiera sido ayer, las condiciones misteriosas y trágicas que acompañaron el rapto de Christine Daaé, la desaparición del vizconde de Chagny y la muerte de su hermano mayor, el conde Philippe, cuyo cuerpo fue hallado a orillas del lago que se extiende bajo la ópera, del lado de la calle Scribe. Pero ninguno de estos testigos creía hasta ahora oportuno mezclar en esta horrible aventura al personaje más bien legendario del fantasma de la ópera.
Al empezar el invierno, el príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski y su hija llegaron a Moscú. Por su historia, su talento y su originalidad- y principalmente a causa del actual descenso de entusiasmo por el reinado del emperador Alejandro y de la corriente de opinión francófoba y patriótica que entonces existía en Moscú-, el príncipe Nicolás Andreievitch se convirtió enseguida en objeto de un respeto particular por parte de los moscovitas y el centro de oposición de Moscú. El Príncipe había envejecido mucho aquel año. Los indicios irrecusables de la vejez eran bien manifiestos en él: somnolencias intempestivas, olvido de acontecimientos inmediatos y memoria de acontecimientos antiguos.
Al poner a esta obra el título de «Misterios del Plata»; no es mi ánimo imitar los Misterios de París de Eugenio Sué; ni hacer otros Misterios de Londres. Mi país, sus costumbres, sus acontecimientos políticos y todos los dramas espantosos de que sirve de teatro ha ya tantos años, son ten misterio para el mundo civilizado. Misterios negros como el abismo, casi increíbles en esta época y que es necesario que aparezcan a la luz de la verdad para que el crimen no pueda llevar por más tiempo la máscara de la virtud; para que, los verdugos y las víctimas sean conocidos y el hombre tigre - conocido hoy con el nombre de Juan Manuel de Rosas- ocupe su verdadero puesto en la historia contemporánea; el de un tirano atroz y sanguinario tan hipócrita como infame. Si la sangre de mis ciudadanos no gritara ¡venganza! de continuo me bastaba haber nacido sobre aquella desventurada tierra para no permitir que su verdugo y más cruel opresor sea considerado, un valiente y viejo paladín de la libertad. Es necesario que el mundo entero sepa lo que los Argentinos deben a ese Rosas, oprobio y vituperio de la humanidad entera. «Los misterios del plata», van a ofrecer con los hechos históricos y leales un amplio conocimiento de esos países, desconocidos por unos y calumniados por otros. Llamamos la atención de los lectores sobre las notas de este libro. La autora
nupcias, se notaba allí que el séquito de la novia lo componían hembras, y sólo individuos del sexo fuerte formaban el del novio. Advertíase asimismo gran diferencia entre la condición social de uno y otro cortejo. La escolta de la novia, mucho más numerosa, parecía poblado hormiguero: viejas y mozas llevaban el sacramental traje de negra lana, que viene a ser como uniforme de ceremonia para la mujer de clase inferior, no exenta, sin embargo, de ribetes señoriles: que el pueblo conserva aun el privilegio de vestirse de alegres colores en las circunstancias regocijadas y festivas. Entre aquellas hormigas humanas habíalas de pocos años y buen palmito, risueñas unas y alborotadas con la boda, otras quejumbrosicas y encendidos los ojos de llorar, con la despedida. Media docena de maduras dueñas las autorizaban, sacando de entre el velo del manto la nariz, y girando a todas partes sus pupilas llenas de experiencia y malicia. Todo el racimo de amigas se apiñaba en torno de la nueva esposa, manifestando la pueril y ávida curiosidad que despierta en las multitudes el espectáculo de las situaciones supremas de la existencia. Se estaban comiendo a miradas a la que mil veces vieran, a la que ya de memoria sabían: a la novia, que con el traje de camino se les figuraba otra mujer, diversísima de la conocida hasta entonces. Contaría la heroína de la fiesta unos diez y ocho años: aparentaba menos, atendiendo al mohín infantil de su boca y al redondo contorno de sus mejillas, y más, consideradas las ya florecientes curvas de su talle, y la plenitud de robustez y vida de toda su persona.
Me encuentro trayendo a mi memoria reminiscencias de Childe Harold. Siento que estoy en casa propia; voy a España en una nave latina; a mi lado el sí suena. Sopla un aire grato que trae todavía el aliento de la Pampa, algo que sobre las olas conduce aún efluvios de esa grande y amada tierra argentina. Y mientras esta vida de a bordo que ha de prolongarse por largos días comienza, siento que vuelan sobre la arboladura del piróscafo enjambres de buenos augurios. De nuevo en marcha, y hacia el país maternal que el alma americana ¿americanoespañoläha de saludar siempre con respeto, ha de querer con cariño hondo. Porque si ya no es la antigua poderosa, la dominadora imperial, amarla el doble; y si está herida, tender a ella mucho más. Los hombres cambian; hay estaciones para los pueblos, el espíritu vital de la raza puede enfriarse en nivoso; pero ¿floreal y fructidor no anuncian que la vida primaveral y copiosa ha de llegar, aun cuando en el campo se miren hoy las ramas sin hojas y la tierra cubierta del sudario? Así pienso en tanto se inicia a bordo una existencia de monotonía que conocéis bien los que habéis cruzado el Océano. No os haré la clasificación de Sterne; pero, para un hombre de arte, en todo viaje hay algo de «sentimental». Las instantáneas se toman también al paso de los minutos, ya que hay un pequeño mundo humano en movimiento, en todo lugar en donde se reunen dos personas.
En la antigua ciudad de Londres, un cierto día de otoño del segundo cuarto del siglo XVI, le nació un niño a una familia pobre, de apellido Canty, que no lo deseaba. El mismo día otro niño inglés le nació a una familia rica, de apellido Tudor, que sí lo deseaba. Toda Inglaterra también lo deseaba. Inglaterra lo había deseado tanto tiempo, y lo había esperado, y había rogado tanto a Dios para que lo enviara, que, ahora que había llegado, el pueblo se volvió casi loco de alegría. Meros conocidos se abrazaban y besaban y lloraban. Todo el mundo se tomó un día de fiesta; encumbrados y humildes, ricos y pobres, festejaron, bailaron, cantaron y se hicieron más cordiales durante días y noches. De día Londres era un espectáculo digno de verse, con sus alegres banderas ondeando en cada balcón y en cada tejado y con vistosos desfiles por las calles. De noche era de nuevo otro espectáculo, con sus grandes fogatas en todas las esquinas y sus grupos de parrandistas alegres alborotando entorno de ellas. En toda Inglaterra no se hablaba sino del nuevo niño, Eduardo Tudor, Príncipe de Gales, que dormía arropado en sedas y rasos, ignorante, de todo este bullicio, sin saber que lo servían y lo cuidaban grandes lores y excelsas damas, y, sin importarle, además. Pera no se hablaba del otro niño, Tom Canty, envuelto en andrajos, excepto entre la familia de mendigos a quienes justo había venido a importunar con su presencia.
Que una discusión haya agitado a las inteligencias durante siglos, no es motivo para dejarla de la mano, sin tentar antes el ensayo de probar una de dos cosas: o alguna solución que se encuentre, o que la cuestión es insoluble.En este caso se halla la secular polémica sobre el determinismo y el libre albedrío.Creo que esta contienda se ha enmarañado por falta de claridad sobre los conceptos discutidos, de donde ha resultado que se ha confundido el determinismo con el fatalismo; se ha buscado para la libertad y responsabilidad un sentido absoluto que no pueden tener: no se ha visto que es inconcebible la actividad voluntaria sin determinaciones que la encaminen, de donde proviene una conciliación entre la única libertad práctica y posible y el determinismo; y no se ha pensado que basta al mantenimiento de la vida social y moral la responsabilidad relativa que emana de la convivencia y solidaridad de los hombres y no es incompatible con el determinismo.Estas ideas y otras que digan relación con ellas van a ser la materia de este ensayo.
Fuera, llueve: lluvia blanda, primaveral. No es tristeza lo que fluye del cielo; antes bien, la hilaridad de un juego de aguas pulverizándose con refrescante goteo menudo. Dentro, en la paz de una velada de pueblo tranquilo, se intensifica la sensación de calmoso bienestar, de tiempo sobrante, bajo la luz de la lámpara, que proyecta sobre el hule de la mesa un redondel anaranjado.La claridad da de lleno en un objeto maravilloso. Es una placa cuadrilonga de unos diez centímetros de altura. En relieve, campea destacándose una figurita de mujer, ataviada con elegancia fastuosa, a la moda del siglo XV. Cara y manos son de esmalte; el ropaje, de oros cincelados y también esmaltados, se incrusta de minúsculas gemas, de pedrería refulgente y diminuta como puntas de alfiler. En la túnica, traslucen con vítreo reflejo los carmesíes; en el manto, los verdes de esmaragdita. Tendido el cabello color de miel por los hombros, rodea la cabeza diadema de diamantillos, sólo visibles por la chispa de luz que lanzan. La mano derecha de la figurita descansa en una rueda de oro obscuro, erizada de puntas, como el lomo de un pez de aletas erectas. Detrás, una arquitectura de finísimas columnas y capitelicos áureos.
Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo, y la gana del hur y el hur son en ellos como acidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte. Una, pues, desta nación, gitana vieja, que podía ser jubilada en la ciencia de Caco, crió una muchacha en nombre de nieta suya, a quien puso nombre Preciosa, y a quien enseñó todas sus gitanerías, y modos de embelecos, y trazas de hur. Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el gitanismo, y la más hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los gitanos, sino entre cuantas hermosas y discretas pudiera pregonar la fama. Ni los soles, ni los aires, ni todas las inencias del cielo, a quien más que otras gentes están sujetos los gitanos, pudieron deslustrar su rostro ni curtir las manos; y lo que es más, que la crianza tosca en que se criaba no descubría en ella sino ser nacida de mayores prendas que de gitana, porque era en extremo cortés y bien razonada. La abuela conoció el tesoro que en la nieta tenía, y así, determinó el águila vieja sacar a volar su aguilucho y enseñarle a vivir por sus uñas.Salió Preciosa rica de villancicos, de coplas, seguidillas y zarabandas y de otros versos, especialmente de romances, que los cantaba con especial donaire. Porque su taimada abuela echó de ver que tales juguetes y gracias, en los pocos años y en la mucha hermosura de su nieta, habían de ser felicísimos atractivos e incentivos para acrecen su caudal; y así, se los procuró y buscó por todas las vías que pudo, y no faltó poeta que se los diese.
Este primer libro contiene, en breves palabras, la exposición o asunto de todo el Poema: La Desobediencia del Hombre; y como consecuencia de ella, la pérdida del Paraíso donde moraba. Indícase también que el primer móvil de su caída fue la Serpiente o más bien Satanás, personificado en ella; el cual, rebelándose contra Dios y atrayendo a su partido numerosas legiones de ángeles fue, por disposición divina, arrojado del cielo y precipitado con toda su hueste al profundo abismo. Terminada esta exposición el poema prescinde de los demás antecedentes y representa a Satanás con sus ángeles sumidos ya en el infierno, que se describe aquí no como si estuviese situado en el centro del mundo (porque debe suponerse que ni el cielo ni la tierra existían aún y por tanto no podían ser mansión de réprobos) sino en un lugar de extrañas tinieblas, llamado más propiamente caos. Lanzado allí, Satanás con todos los suyos, en medio de un lago ardiente herido del rayo y anonadado vuelve por fin en sí como al despertar de un sueño, llama al que yace junto a él, que es su segundo en poder y jerarquía, y ambos discurren sobre su miserable estado. Evoca el príncipe infernal a todas sus legiones, hasta entonces tan abatidas como él.
Mientras el gran buque de pasaje flotaba entre un enjambre de remolcadores en la bahía de Argel, Martin Boyne contemplaba desde la cubierta de paseo el pelotón de pasajeros de primera clase que abarrotaban la pasarela, mirando arriba, ofreciendo inconscientemente el rostro a su observación.«¡Ni un alma con quien me apetezca hablar¿ como siempre!»Ciertos hombres tenían una suerte increíble en sus viajes. Les bastaba con subir a un tren o a un barco para encontrarse con un antiguo amigo o trabar amistad con alguien, lo cual era mucho más emocionante. Siempre coincidían en el mismo compartimento o en el mismo camarote con alguna celebridad errante, con el propietario de una casa famosa, de una colección notoria o de una personalidad divertida y peculiar, siendo este último, claro está, el caso más infrecuente, por ser el más reconfortante.
El sencillo proverbio que afirma que «no puede borrarse de la carne lo que está impreso en el hueso», de uso tan común en Inglaterra, nunca fue tan cierto como en la historia de mi vida. Cualquiera habría pensado que, tras cincuenta y cinco años de aflicciones y de toda una variedad de infelices circunstancias que pocos hombres, si no ninguno, habían sufrido jamás; tras siete años de paz y regocijo en la plenitud de todas las cosas; envejecido y dispuesto, si es que alguna vez fue posible, a disfrutar de la posibilidad de experimentar todas las circunstancias de la vida mediana hasta averiguar cuál era la que más se adaptaba a la obtención de la completa felicidad del hombre; tras todo eso, digo, cualquiera habría pensado que aquella propensión a deambular, de la cual en el relato de mi primera salida al mundo ya advertí que se imponía en mis pensamientos, debería haberse gastado, evacuada por completo su parte volátil, o condensada al menos, de modo que, a los sesenta y un años de edad, yo podría haberme inclinado por permanecer en casa y por poner fin a mi tendencia a arriesgar la vida y la fortuna.
La gran campana del monasterio de Belmonte dejaba oír sus sonoros tañidos por todo el valle y aun más allá de la obscura línea formada por los bosques. Los leñadores y carboneros que trabajaban por la parte de Vernel y los pescadores del río Lande, suspendían momentáneamente sus tareas para dirigirse interrogadoras miradas; pues aunque el sonido de las campanas de la abadía era tan familiar y conocido por aquellos contornos como el canto de las alondras o la charla de las urracas en setos y bardales, los repiques tenían sus horas fijas, y aquella tarde la de nona había sonado ya y faltaba no poco para la oración. ¿Qué suceso extraordinario lanzaba a vuelo, tan a deshora, la campana mayor de la abadía? Por todas partes se veía llegar a los religiosos, cuyos blancos hábitos se destacaban vivamente sobre el césped que cubría las avenidas de nudosos robles. Procedían unos de los viñedos y lagares pertenecientes a la comunidad, otros de la vaquería, de las margueras y salinas, y algunos llegaban, apresurando el paso, de las lejanas fundiciones de Solent y la granja de San Bernardo. No les cogía de sorpresa el inusitado campaneo, porque ya la noche anterior había despachado el abad un mensajero especial a todas las dependencias exteriores del monasterio, con orden de anunciar en ellas la proyectada reunión general del día siguiente. En cambio el hermano lego Atanasio, que durante un cuarto de siglo había limpiado y bruñido el pesado aldabón de bronce de la abadía, declaraba con asombro que jamás había presenciado convocación tan extemporánea y urgente de todos los miembros de la comunidad.
El «Orénoque», de la compañía «MESSAGERIES MARITIMES», acababa de fondear frente a Pauillac con cargamento general de mercaderías humanas procedentes del Río de la Plata y escalas del Brasil.Lotes de pueblo vasco, hacienda cerril atracada por montones, en tropa, al muelle de pasajeros de Buenos Aires, diez o quince años antes, con un atado de trapos de coco azul sobre los hombros y zapatos de herraduras en los pies.Lecheros, horneros y ovejeros trasformados con la vuelta de los tiempos y la ayuda paciente y resignada de una labor bestial, en caballeros capitalistas que se vuelven a su tierra pagándose pasajes de primera para ellos y sus crías, pero siempre tan groseros y tan bárbaros como Dios los echó al mundo.Surtido de portugueses y brasileros alzados en Río, Bahía y Pernambuco. Gentes blandujas y fofas como la lengua que hablan.Pasan su vida abordo descuajados sobre asientos de paja, comiendo y vomitando mangos y, aunque entre ellos suele haber uno que otro que medio pasa, en cambio, la casi totalidad enferma es vulgar, dejada y sucia.
Trabajaba un domingo en su fragua Joselito Purgatorio, el gitano más sandunguero de toda la gitanería andaluza, cuando se detuvo ante la única puerta de su cuchitril otro gitano, compadre suyo, a quien malas lenguas llamaban el Mosquito, porque era más borracho que toda una plaga de estos filarmónicos insectos.¿¡Compare, güenos días! ¿¡Güenos días, comparito! ¿Ande se va por ahí? ¿Pos acá vengo a sacarle asté de sus casiyas.¿No lo intente usté siquiera, compare, lo que toca hoy no me saca usté de aquí al con los mansos. M¿ha caío esta chapusilla y¿¿Pero compare de mi arma. ¿Se vasté a queá sin í a los toros del Puerto? ¿¿Hay toros en el Puerto? ¿preguntó Purgatorio tirando el martillo de que se servia y abriendo de par en par su bocaza de rape. ¿Es usté el único jerezano que lo ignoraba, compare. ¿¡Por vía e los mengues! ¡Mardita sea mi sino perro!¿ ¿Cogerme a mi pegaíto a la paré y sin un mal napoleón? ¿Qué ha jecho usté, compare? ¿No s¿apure usté, que usté va a los toros del Puerto esta tarde, como yo me yamo Juan Montoya. ¿¡Compare! ¿Y vasté conmigo.
A principios de abril de 1850 iba costeando la región occidental de la tierra de Carpentaria, perteneciente al continente de Australia, una de las esbeltas naves chinas llamadas juncos. Tienen estos barcos alta arboladura, con grandes velas de estera, y la proa alta y redondeada. Los dos grandes escobenes para las cadenas de las anclas que llevan a proa, y que por las pinturas que los adornan semejan ojos, dan a esas naves aspecto de monstruos marinos. El junco navegaba despacio y con grandes precauciones.Treinta hombres de cráneos rapados y largas trenzas en la nuca, piel amarilla, ojos oblicuos, medio desnudos varios de ellos y otros vestidos con anchas túnicas y calzones, también anchos, de tela floreada, estaban alineados en la borda de la nave, con las cuerdas de maniobras entre las manos, dispuestos a orientar las velas a la primera orden.De pie en el castillo de proa un hombre de alta estatura, facciones enérgicas, piel bronceada y vestido a la europea, examinaba atentamente la costa australiana con un poderoso anteojo. Podría tener unos cuarenta años, y parecía ser el comandante de aquella tripulación de chinos. Detrás de él dos jóvenes de diez y seis y veinte años, respectivamente, de piel blanca como la de los europeos, pero no atezada como la que suele distinguir a la gente de mar, parecían esperar con cierta ansiedad el resultado de la minuciosa observación que estaba practicando el del anteojo.
Al buen amigo, al buen poeta Joaquín Alcaide de ZafraFumaba un magnífico cigarro, rubio y esquinoso y escogido, de quince centímetros. Estiróse el marsellés y el pantalón de punto, se inclinó ligeramente más hacia la izquierda, el cordobés y siguió para el casino. El caballo se lo llevaría Froilán a cosa de las once.Era hermosa la mañana. Al sol, en la puerta del casino, estaban ya fumando y discutiendo Badillo, Cartujano, el secretario, el boticario, Pangolín y Atanasio Mataburros. José de San José llegó y tomó su silla. Por un rato escuchó, golpeándose las espuelas con la fusta. Sonreía. No sólo advirtió que Cartujano, con la presencia de él, tomaba vuelos, sino que pudo asimismo advertir de qué manera, por respeto a él, los demás cedían un tanto en su alborotada oposición de democracias.¡Coile! ¡Nada menos que peroraba hoy de socialismo este Badillo! ¡Qué barbaridad!José de San José, aunque le notó ante él desconcertado, le dejó disparatar un cuarto de hora. Luego le atajó:-Hombre, Badillo... ¡no sea usted criatura! ¡Los hombres serán siempre como son! ¡Distintos, desiguales... unos tuertos y otros ciegos, unos buenos y otros malos!... En la Historia no hay otro caso de intento social igualitario, de amor libre, sobre todo, que el de los mormones... y... ¡ya ve usted!
¡Pobres mujeres y pobres niños! Ancianos y jóvenes habían formado un valeroso ejército para combatir al enemigo que había venido a sitiarlos a los mejores de sus pueblos y, no habiendo logrado vencer, habían perecido casi todos. Los pocos que vivían, hechos prisioneros, no podían ser ya el sostén de la madre, de la esposa y de los tiernos hijos. El vencedor, no contento con este triunfo, había dado orden de salir de aquella tierra a tan débiles seres.Recogieron sus ropas y todo cuanto era fácil llevar sobre sí y que no tenía valor material alguno, y llorando los unos, suspirando los otros, y sin comprender lo que perdían los más, se alejaron despacio de sus hogares, en los que meses antes fueran tan felices.Ya a larga distancia de su patria, los tristes emigrantes se detuvieron para descansar y también para tomar una resolución para lo porvenir.Los que tenían familia en otras poblaciones pensaban buscar su protección; los que no, decidían, las jóvenes madres trabajar para sus hijos, las muchachas servir en casas acomodadas, los niños aprender cualquier oficio fácil, las viejas mendigar.Pero había entre aquellos seres un niño de nueve años, que no tenía madre ni hermanos, que antes vivía solo con su padre y, después de muerto este en la pelea, quedaba abandonado en el mundo.
Don Amaranto de Fraile, a quien conocí hace muchos años en una casa de huéspedes, era, sin duda, un hombre fuera de lo común, no menos por la traza corporal cuanto por su inteligencia, carácter y costumbres. Algún día quizá se me ocurra referir por lo menudo lo que hube de averiguar de su vida, y sobre todo recoger por curiosidad sus doctrinas, opiniones, aforismos y paradojas; de donde pudiera resultar un libro que si no emula las Memorabilia en que Xenofonte dejó reverente y filial recuerdo de su maestro Sócrates, será de seguro porque ando yo tan lejos de Xenofonte como don Amaranto se aproximaba, tal cual vez, a Sócrates: un Sócrates de tres pesetas, con principio. Pero todo esto no conviene ahora a mi propósito.Cuando yo le conocí pasaba ya de los sesenta este varón extraordinario. Había vivido veinte años en la misma casa de huéspedes, aquella en donde yo di con él, y otros veinticinco en otras muchas casas de huéspedes. Es decir, que se había pasado la vida en casas de huéspedes. La tal casa, en donde al Destino plugo juntarnos pasajeramente, era repugnante de todo punto. Pasé allí sólo dos meses, y eso porque la simpatía y deleitoso magisterio de don Amaranto me persuadieron a dilatar mi estada. Su irónica pedantería y pintoresca erudición me encantaban; pero lo que más me movía a venerar a don Amaranto era el hecho de que hubiera permanecido tantos años en semejante alojamiento, soportando como si tal cosa, sin perder de romana en lo físico ni la ecuanimidad interior, privaciones, entrometimientos, escándalos, desaliños, ponzoñas; en suma, un trato miserable y homicida. Y es que había profesado pertenecer a las casas de huéspedes, como a una orden religiosa, y hecho voto de pupilaje perpetuo. Él mismo me lo declaró un día, de sobremesa. Digo de sobremesa, que no de sobrecomida. Un detalle de las sobremesas de aquella casa, es que no había palillos de dientes; no por razones de economía, ni menos por escrúpulos de aseo y urbanidad, como es uso entre anglosajones, los cuales consideran el acto de mondar las rendijas de la dentadura como una necesidad de orden vergonzoso y clandestino, sino porque no había ocasión, y por ende los palillos holgaban. Condumios y viandas eran los primeros harto flúidos y las otras de estructura demasiado coherente y compacta para la herramienta dental humana, de manera que no permanecía residuo alguno entre los dientes.
Prendas del alma, en quien veo dos flores que ha producido desta blanca escarcha el cielo, de mi vejez el alivio aseguro en las dos siendo puntales deste edificio, a quien desmorona el tiempo. Mucho debéis a mi amor , que alegre a traeros vengo nuevas de un gusto, a que entrambas debéis agradecimientos, tú, Leonor, que has elegido para vivir un convento, inclinación que heredaste de los favores del cielo; tú, que de aquesta ciudad de Coimbra eres ejemplo de virtud y de hermosura (¡lo que en decirlo me alegro!), muy presto verás logrado ese gusto a tu deseo, pues dentro de pocos días desde Coimbra saldremos a meterte religiosa a Valdefuentes, un pueblo seis leguas de aquí distante abundante, rico, ameno, cabeza del mayorazgo que heredé de mis abuelos. Allí estarás asistida de cuanto puede el deseo proponerte a la memoria; pues mis vasallos, sabiendo que eres tú la que gustosa vas a ilustrar su convento no habrá fineza ninguna que deje de obrar su celo con tu hermosura, y más yo, que allí retirado espero pagar de mi edad cansada el común tributo al tiempo. Deja, Señor, que a tus plantas agradezca en rendimientos la fortuna de que gozo, pues se cumple mi deseo. Hija, a mis brazos levanta, que me enterneces el pecho; el mejor estado eliges. Dilate tu vida el cielo. Y tú, Violante querida, ¿cómo no me hablas? ¿Qué es esto? Albricias quiero pedirte de que ya tu casamiento tratado está con don Sancho de Portugal, cuyo esfuerzo y sangre no desmerece tu mano que, en fin, es deudo del Rey, aunque su nobleza no exceda la que yo tengo. Don Vasco soy de Noroña, y en la sangre decir puedo que igualó siempre la mía con las mejores del reino.
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud, veinte años en tierra de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar no quiero. Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido ¿ya conocéis mi torpe aliño indumentariö; mas recibí la flecha que me asignó Cupido y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario. Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, pero mi verso brota de manantial sereno; y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno. Adoro la hermosura, y en la moderna estética corté las viejas rosas del huerto de Ronsard; mas no amo los afeites de la actual cosmética ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar. Desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna. A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una. ¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera mi verso como deja el capitán su espada: famosa por la mano viril que la blandiera, no por el docto oficio del forjador preciada.
En las islas del Pacífico, aquí y allá, hombres de diferentes pueblos europeos, de varia clase y condición social, desempeñan actividades de toda índole, y contagian enfermedades. Unos prosperan, otros vegetan. Los hay que han ascendido por las gradas de los tronos, que han llegado a poseer islas y compañías de navegación. Sin embargo, otros se casan para sobrevivir. Hay damas bien parecidas, de buen carácter y del color del chocolate, que los toman a su cargo y los mantienen en completa ociosidad. Vestidos como nativos, reposan bajo tejadillos de hoja de palma, apenas conservan algún elemento extranjero en los andares, en los gestos, tal vez incluso no se hayan desprendido de algún recuerdo del pasado (quizá un monóculo), de cuando fueran oficiales o caballeros; se dedican en general a entretener a un público de aborígenes con recuerdos de los music-halls. Los hay menos dóciles, con menos talento, con peor fortuna, acaso menos degradados, que incluso en estas islas de la abundancia siguen careciendo de pan que llevarse a la boca. En las afueras de Papeete, en la playa, sentados bajo un purao, se hallaban tres hombres pertenecientes a esta última categoría.
Tilmeld dig nyhedsbrevet og få gode tilbud og inspiration til din næste læsning.
Ved tilmelding accepterer du vores persondatapolitik.