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Daban en Madrid, por los fines de julio, las once de la noche en punto, hora menguada para las calles, y, por faltar la luna, juridición y término redondo de todo requiebro lechuzo y patarata de la muerte. El Prado boqueaba coches en la última jornada de su paseo, y en los baños de Manzanares los Adanes y las Evas de la Corte, fregados más de la arena que limpios del agua, decían el Ite, río es, cuando don Cleofás Leandro Pérez Zambullo, hidalgo a cuatro vientos, caballero huracán y encrucijada de apellidos, galán de noviciado y estudiante de profesión, con un broquel y una espada, aprendía a gato por el caballete de un tejado, huyendo de la justicia, que le venía a los alcances por un estrupo que no lo había comido ni bebido, que en el pleito de acreedores de una doncella al uso estaba graduado en el lugar veintidoseno, pretendiendo que el pobre licenciado escotase solo lo que tantos habían merendado; y como solicitaba escaparse del «para en uno son» (sentencia difinitiva del cura de la parroquia y auto que no lo revoca si no es el vicario Responso, juez de la otra vida), no dificultó arrojarse desde el ala del susodicho tejado, como si las tuviera, a la buarda de otro que estaba confinante, nordesteado de una luz que por ella escasamente se brujuleaba, estrella de la tormenta que corría, en cuyo desván puso los pies y la boca a un mismo tiempo, saludándolo como a puerto de tales naufragios, y dejando burlados los ministros del agarro y los honrados pensamientos de mi señora doña Tomasa de Bitigudiño, doncella chanflona que se pasaba de noche como cuarto falso, que, para que surtiese efecto su bellaquería, había cometido otro estelionato más con el capitán de los jinetes a gatas que corrían las costas de aquellos tejados en su demanda, y volvían corridos de que se les hubiese escapado aquel bajel de capa y espada que llevaba cautiva la honra de aquella señora mohatrera de doncellazgos, que juraba entre sí tomar satisfacción deste desaire en otro inocente, chapetón de embustes doncelliles, fiada en una madre que ella llamaba tía, liga donde había caído tanto pájaro forastero.
Estos dos son los ejes del lucimiento discreto; la naturaleza los alterna y el arte los realza. Es el hombre aquel célebre microcosmo, y el alma, su firmamento. Hermanados el genio y el ingenio, en verificación de Atlante y de Alcides, aseguran el brillar, por lo dichoso y lo lucido, a todo el resto de prendas.El uno sin el otro fue en muchos felicidad a medias, acusando la envidia o el descuido de la suerte. Plausible fue siempre lo entendido, pero infeliz sin el realce de una agradable genial inclinación; y al contrario, la misma especiosidad del genio hace más censurable la falta del ingenio.Juiciosamente algunos, y no de vulgar voto, negaron poderse hallar la genial felicidad sin la valentía del entender; y lo confirman con la misma denominación de genio, que está indicando originarse del ingenio; pero la experiencia nos desengaña fiel, y nos avisa sabia, con repetidos monstruos, en quienes se censuran barajados totalmente.Son culto ornato del alma, realces cultos; mas lo entendido, entre todos corona la perfección. Lo que es el sol en el mayor, es en el mundo menor el ingenio. Y aun por eso fingieron a Apolo, dios de la discreción. Toda ventaja en el entender lo es en el ser; y en cualquier exceso de discurso no va menos que el ser más o menos persona.
Abandonados. y adj. El que no tiene favores que otorgar. Desprovisto de fortuna. Amigo de la verdad y el sentido común.Abdicacións. Acto mediante el cual un soberano demuestra percibir la alta temperatura del trono.Abdomens. Templo del dios Estómago, al que rinden culto y sacrificio todos los hombres auténticos. Las mujeres sólo prestan a esta antigua fe un sentimiento vacilante. A veces ofician en su altar, de modo tibio e ineficaz, pero sin veneración real por la única deidad que los hombres verdaderamente adoran. Si la mujer manejara a su gusto el mercado mundial, nuestra especie se volvería graminívora.Aborígeness. Seres de escaso mérito que entorpecen el suelo de un país recién descubierto. Pronto dejan de entorpecer; entonces, fertilizan.Abruptoadj. Repentino, sin ceremonia, como la llegada de un cañonazo y la partida del soldado a quien está dirigido. El doctor Samuel Johnson, refiriéndose a las ideas de otro autor, dijo hermosamente que estaban «concatenadas sin abrupción».Absolutoadj. Independiente, irresponsable. Una monarquía absoluta es aquella en que el soberano hace lo que le place, siempre que él plazca a los asesinos. No quedan muchas: la mayoría han sido reemplazadas por monarquías limitadas, donde el poder del soberano para hacer el mal (y el bien) está muy restringido; o por repúblicas, donde gobierna el azar.Abstemios. Persona de carácter débil, que cede a la tentación de negarse un placer. Abstemio total es el que se abstiene de todo, menos de la abstención; en especial, se abstiene de no meterse en los asuntos ajenos.
Dos jóvenes que representaban veinticinco o veintiséis años coincidieron, tras de larga separación, en la capital de los encuentros, Bagdad de Occidente, o sea en la ancha acera de la parte septentrional de Leicester Square. Uno de ellos, con aspecto simpático y distinguido, titubeó un instante, al ver el aire de pobreza que tenía su amigo.¿¿Es posible? ¿dijö. ¡Pablo Somerset!¿El mismo ¿confirmó el otrö. Mejor dicho, lo que ha quedado de él, después una vida llena de peripecias. Yo, en cambio, Challoner, no noto en usted la menor diferencia. ¿¡Ah!, las apariencias siempre engañan ¿contestó Challoner¿. Pero no es éste el lugar más a propósito para hacernos confidencias; estorbamos el paso de los transeúntes. Si quiere vayamos a otro sitio. ¿Déjeme que le guíe ¿propuso Somerset¿. Le conduciré adonde se fuma el tabaco más delicioso de Londres. Y tomando del brazo a su amigo, le llevó en silencio a la puerta de un pacífico establecimiento situado en Rupert Street, en Soho. A la puerta se erguía un enorme soldado escocés tallado en madera, uno de esos ¿highlanders¿ que han llegado casi a considerarse como antigüedades. A través del cristal del escaparate, sembrado de pipas, tabaco y cigarros, se podía leer en letras doradas: ¿Cigar Divan¿, para fumadores, de ¿T. Godall¿. El interior del local, aunque de pequeñas dimensiones, resultaba cómodo y alegre; su propietario era u hombre tieso, pero sonriente y amable. Saboreando dos espléndidos habanos, se sentaron ambos jóvenes en un sofá tapizado de felpa gris, dispuestos a contarse sus historias.
La escena es en Madrid en casa de don Andrés.El teatro representa una sala con puerta al foro y tres laterales: una a la derecha del actor, que es la del cuarto de DOÑA VENANCIA y DOÑA ANTONIA; y dos a la izquierda, que dan paso a varias salas y habitaciones de casa. A la izquierda un espejo de cuerpo entero, una mesita con las alhajas de la novia. Al otro lado un despacho o mesa para escribir.Escena IDON JUAN.- (Sale por el foro, y se detiene para hablar hacia dentro) Agradezco el favor de usted... Viva usted mil años. Tenga usted la bondad de esperar un poquito... la novia no está vestida todavía... ¡Ah! Caballero, aprecio infinito la parte que usted toma en mi dicha. -Lleve el diablo los cumplidos... No, no se me olvidará que es hoy el día más feliz de mi vida. Todos toman a empeño el recordarmelo y repetirlo, formando una especie de eco. Los criados de la casa por una parte haciendo mil cortesías; por otra la modista, el repostero, y otros mil presentándome sus cuentas. ¡Qué cara, cuesta la dicha! Y luego tantas gentes toman parte en la mía que apenas me quedará un poquito para mí.
En las oficinas, acodado contra la saliente de un ventanillo, sobre el cual pintaron con negro la palabra JORNALES, recoge los suyos un hombre de piernas recias y ancha espalda. Bajo la chaqueta, se dibujan poderosos los músculos del bíceps; los de la pantorrilla se apelotonan tras el remendado pantalón, poniéndole a punto de estallar, cuando las piernas hacen firme. La cabeza del minero, embutida en el semicírculo que traza el ventanillo apenas descubre ásperos remolinos de la barba azabache; un sombrero ancho, con repujadura de mugre, cae a ras de su nuca; por ella se desparraman mechones rebeldes que se retuercen hacia arriba, para componer tufos encima de la oreja.Cuatro manos vienen y van por una tabla que, interiormente, angula el ventanillo. Dos de estas manos, las que se mueven más adentro, pálidas, blanduchas, apilan en la tabla monedas; las otras dos manos, deshechuradas y callosas, cuentan las monedas y las hacen rebotar sobre el mostrador, una a una. Cuando rebota la última, la mano izquierda del minero sale del ventanillo y desaparece en los repliegues de la faja; vuelve a aparecer, extendiendo un pañuelo de hierbas; va el pañuelo a la faja, repleto de medias pesetas, pesetas y duros, y el hombre, apoyándose en los codos, endereza el busto dando frente a una puerta, por cuya vidriera, alambrada y sucia, se ciernen los rayos solares en átomos plomizos.Aquella media luz recorta fantásticamente la imagen del minero. Su cuerpo erguido, apoyado en las piernas, deja ver por la camiseta desabrochada un pecho velludo y un cuello de cíclope; sobre él posa con arrogancia la cabeza, mostrando, entre las marañas de la barba y del pelo, dos grandes ojos verdes que relampaguean bajo unos cejales endrinos, una corva nariz; y unos labios que se contraen, descubriendo los dientes blancos, puntiagudos y cabales.
Daban las diez, en una torre del pueblo, y Alfredo aligeró -camino de la estación. La noche clara, calmosa. La luna alta. Ladraban los perros de las eras. Jadeaba Alfredo Gil (pisando su menuda sombra) con la maleta pesadísima y el lío del gabán y los bastones. Además, llevaba la merienda y un encargo de chorizos.Se iba para no volver, y... nadie le despedía.¡No!... Oyó lejos, detrás, un conjunto de voces juveniles.Deberían de ser los amigos. Quizá las primas, también, con vecinas de la calle -porque algunas voces eran atipladas.Apretó el paso, apretó el paso... arrastrando por el polvo un cabo del cordel, mal atado a la maleta, y dándose con ésta en los talones. No quería que le mirasen transportando su equipaje, aunque hubiesen de verle después en tercera.¡Oh, la maleta de los dramas!
Cuando yo era más joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces. «Antes de criticar a nadie», me dijo, «recuerda que no todo el mundo ha tenido las ventajas que has tenido tú». Eso fue todo, pero, dentro de nuestra reserva, siempre nos hemos entendido de un modo poco común, y comprendí que sus palabras significaban mucho más. En consecuencia, suelo reservarme mis juicios, costumbre que me ha permitido descubrir a personajes muy curiosos y también me ha convertido en víctima de no pocos pesados incorregibles. La mente anómala detecta y aprovecha enseguida esa cualidad cuando la percibe en una persona corriente, y se dio el caso de que en la universidad me acusaran injustamente de intrigante, por estar al tanto de los pesares secretos de algunos individuos inaccesibles y difíciles. La mayoría de las confidencias no las buscaba yo: muchas veces he fingido dormir, o estar sumido en mis preocupaciones, o he demostrado una frivolidad hostil al primer signo inconfundible de que una revelación íntima se insinuaba en el horizonte; porque las revelaciones íntimas de los jóvenes, o al menos los términos en que las hacen, por regla general son plagios y adolecen de omisiones obvias. No juzgar es motivo de esperanza infinita. Todavía creo que perdería algo si olvidara que, como sugería mi padre con cierto esnobismo, y como con cierto esnobismo repito ahora, el más elemental sentido de la decencia se reparte desigualmente al nacer.
Salen JULIA, dama, PORCIA, criada, con mantos, y detrás ASTOLFO.ASTOLFODe vuestras señas llamado, de vuestra voz advertido, hasta el campo os he seguido ciego, confuso y turbado. Sacad, pues, deste cuidado, señora, el discurso mío: si es por dicha desafío, ya estamos en buen lugar; bien podéis desenvainar el garbo, el donaire, el brío, que son las armas que vós habéis contra mi desvelo de esgrimir en este duelo. Solos estamos los dos. ¡Descubríos ya, por Dios! Sepa quién sois, que no es bien matar con ventaja a quien de vós se ha fïado hoy.JULIA Pues no dudéis más, yo soy.ASTOLFOJulia, señora, mi bien, ¿tú en este traje?, ¿tú aquí? ¿Qué dicha o desdicha es mía? Que si una duda tenía sin verte, cuando te vi son infinitas. ¿Tú así has salido de tu casa? El corazón se me abrasa. ¡Dime, por Dios, lo que ha sido! ¿Qué es esto? ¿Qué ha sucedido?
Empezó el puchero. No necesito que me contéis lo que la señora Peerybingle dijera; yo me entiendo. Dejad que la señora Peerybingle se pase hasta la consumación de los siglos asegurando la imposibilidad de decidir cuál empezó: yo digo que fue el puchero. Tengo motivos para saberlo. El puchero empezó cinco minutos antes que el grillo, según el relojito holandés de cuadrante barnizado situado en el rincón. ¡Como si el reloj no hubiese cesado de tocar! ¡Como si el segadorcido de movimientos convulsivos y bruscos que lo remata, paseando la hoz de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha ante la fachada de su palacio morisco, no hubiese segado medio acre de césped imaginario antes que el grillo hubiese hecho notar su presencia! A decir verdad, no fui nunca terco, como todo el mundo sabe. Por nada del mundo opondría mi opinión personal a la opinión de la señora Peerybingle, si no estuviese perfectamente seguro de lo ocurrido. «Nada me induciría a semejante cosa. Pero se trata de una cuestión de hecho, y el hecho es que el puchero empezó por lo menos cinco minutos antes que el grillo hubiese dado señal de vida. Si insistís, apostaré que transcurrieron diez minutos.
REY: Délfica gloria, refulgente Apolo, del cielo cuarto ilustrador eterno, a quien los hados concedieron solo de la luz la tiara y el gobierno; que desde Arturo al contrapuesto polo, y desde el alto impíreo al hondo infierno con tus piramidales rayos miras, mientras el carro de diamante giras; pues Júpiter ordena soberano que yo en la edad de joven floreciente el cetro mueva en la inexperta mano que dilata su imperio en el oriente; tu vaticinio, que jamás es vano, ciego me alumbre y tímido me aliente. El orden de reinar en paz me explique, y en mí y en mi corona pronostique. VOZ: Pide a Licurgo el árbol venturoso. DentroCubren el altar y tocan chírimíasSEVERO: Aquí cesó el oráculo febeoREY: Su respuesta me deja más dudoso. Su fin no entiendo, y sus palabras creo. SEVERO: Interpretarlo, pues, será forzoso, para cumplir, señor, vuestro deseo. REY: Diga Palante qué misterio esconde, según su voto, lo que el dios responde. PALANTE: Yo entiendo, gran señor, que Apolo ordena que de Licurgo el espartano imites
El castillo estaba en la cumbre del cerro; y, aunque en lo exterior parecía semiarruinado, se decía que en lo interior tenía aún muy elegante y cómoda vivienda, si bien poco espaciosa.Nadie se atrevía a vivir allí, sin duda por el terror que causaba lo que del castillo se refería.Hacía siglos que había vivido en él un tirano cruel, el poderoso Hechicero. Con sus malas artes había logrado prolongar su vida mucho más allá del término que suele conceder la naturaleza a los seres humanos.Se aseguraba algo más singular todavía. Se aseguraba que el Hechicero no había muerto, sino que sólo había cambiado la condición de su vida, de paladina y clara que era antes, en tenebrosa, oculta y apenas o rara vez perceptible. Pero ¡ay de quien acertaba a verle vagando por la selva, o repentinamente descubría su rostro, iluminado por un rayo de luna, o, sin verle, oía su canto allá a lo lejos, en el silencio de la noche! A quien tal cosa ocurría, ora se le desconcertaba el juicio, ora solían sobrevenirle otras mil trágicas desventuras. Así es que, en veinte o treinta leguas a la redonda, era frase hecha el afirmar que había visto u oído al Hechicero todo el que andaba melancólico y desmedrado, toda muchacha ojerosa, distraída y triste, todo el que moría temprano y todo el que se daba o buscaba la muerte.Con tan perversa fama, que persistía y se dilataba, en época en que eran los hombres más crédulos que hoy, nadie osaba habitar en el castillo. En torno de él reinaban soledad y desierto.A su espalda estaba la serranía, con hondos valles, retorcidas cañadas y angostos desfiladeros, y con varios altos montes, cubiertos de densa arboleda, delante de los cuales el cerro del castillo parecía estar como en avanzada.
-Carmen no durará más de un par de días.Mason escupió un trozo de hielo y observó compasivamente al pobre animal. Luego se llevó una de sus patas a la boca y comenzó a arrancar a bocados el hielo que cruelmente se apiñaba entre los dedos del animal. -Nunca vi un perro de nombre presuntuoso que valiera algo -dijo, concluyendo su tarea y apartando a un lado al animal-. Se extinguen y mueren bajo el peso de la responsabilidad. ¿Viste alguna vez a uno que acabase mal llamándose Cassiar, Siwash o Husky? ¡No, señor! Échale una ojeada a Shookum, es¿ ¡Zas! El flaco animal se lanzó contra él y los blancos dientes casi alcanzaron la garganta de Mason. -Conque sí, ¿eh? Un hábil golpe detrás de la oreja con la empuñadura del látigo tendió al animal sobre la nieve, temblando débilmente, mientras una baba amarilla le goteaba por los colmillos. -Como iba diciendo, mira a Shookum, tiene brío. Apuesto a que se come a Carmen antes de que acabe la semana. -Yo añadiré otra apuesta contra ésa -contestó Malemute Kid, dándole la vuelta al pan helado puesto junto al fuego para descongelarse. Nosotros nos comeremos a Shookum antes de que termine el viaje. ¿Qué te parece, Ruth? La india aseguró la cafetera con un trozo de hielo, paseó la mirada de Malemute Kid a su esposo, luego a los perros, pero no se dignó responder. Era una verdad tan palpable, que no requería respuesta. La perspectiva de doscientas millas de camino sin abrir, con apenas comida para seis días para ellos y sin nada para los perros, no admitía otra alternativa. Los dos hombres y la mujer se agruparon en torno al fuego y empezaron su parca comida. Los perros yacían tumbados en sus arneses, pues era el descanso de mediodía, y observaban con envidia cada bocado.
(Salen EL PADRE del PRÓDIGO, galán; LA JUVENTUD, de loco; LA INSPIRACIÓN sale con ellos.)PADRE Hijo, toma tu porción; que negártela no puedo. (Dale EL PADRE una bolsa.) PRÓDIGO Alegre con ella quedo. PADRE Con él parte, Inspiración; que recelo que, en su daño, su juventud necia y flaca de entre estos brazos le saca para el reino del engaño. JUVENTUD (Al PRÓDIGO.) Ven con tus galas costosas, siervos, caballos, vestidos, a pisar prados floridos y a coronarte de rosas. PRÓDIGO Con el tiempo me alboroto, que florece en mí el verano. Voyme a romper. PADRE Tú vas sano, y tienes de volver roto. En el abril de tus días, cuando tu apetito ciego te hace guerra a sangre y fuego con lisonjeras porfías, ¿dejas el puerto seguro por la borrasca del mar? ¿Vas desnudo a pelear, pudiendo estarte en el muro? PRÓDIGO Padre, vuestra diligencia es por demás; yo me alejo. PADRE Hijo, a tu albedrío te dejo, que no he de hacerte violencia. PRÓDIGO Adiós. PADRE Pues, ¿quién va contigo? PRÓDIGO El gusto y curiosidad, el deseo y libertad, y el oro, que es lindo amigo; ninguno hay que más importe, porque es mi llave maestra del gusto un perro de muestra y una guía de la corte. Pasa el mar, el monte allana, violenta la más esquiva, honestidades derriba y fuerzas rebeldes gana. Con el oro me acomodo, porque es amigo de ley; llevo en mi servicio un rey, porque el oro es rey de todo.
Doña Tecla Anda, Felipa, más vivo, que me vea libre de ellos. Doña Elvira Tal paso lleva usted, madre, que alcanzarla no podemos. Doña Tecla No te canses más, Elvira, en seguirme; cumplimientos ya sabes que no me gustan. Doña Elvira Señora, aquí sólo hacemos lo que es nuestra obligación; ¿mas por qué con tal despecho se va usted de nuestra casa?Doña Tecla Porque aguantar más no puedo lo que en ella pasa; vaya;esta casa es un infierno; es un escándalo; nadie, nadie sigue mis consejos; sin respeto a los mayores, cantando y hablando recio, que parece una ginebra.
El barrio de Saffron Park ¿Parque de Azafrán¿ se extendía al poniente de Londres, rojo y desgarrado como una nube del crepúsculo. Todo él era de un ladrillo brillante; se destacaba sobre el cielo fantásticamente, y aun su pavimento resultaba de lo más caprichoso: obra de un constructor especulativo y algo artista, que daba a aquella arquitectura unas veces el nombre de «estilo Isabel» y otras el de «estilo reina Ana», acaso por figurarse que ambas reinas eran una misma. No sin razón se hablaba de este barrio como de una colonia artística, aunque no se sabe qué tendría precisamente de artístico. Pero si sus pretensiones de centro intelectual parecían algo infundadas, sus pretensiones de lugar agradable eran justificadísimas. El extranjero que contemplaba por vez primera aquel curioso montón de casas, no podía menos de preguntarse qué clase de gente vivía allí. Y si tenía la suerte de encontrarse con uno de los vecinos del barrio, su curiosidad no quedaba defraudada. El sitio no sólo era agradable, sino perfecto, siempre que se le considerase como un sueño, y no como una superchería. Y si sus moradores no eran «artistas», no por eso dejaba de ser artístico el conjunto. Aquel joven ¿los cabellos largos y castaños, la cara insolente¿ si no era un poeta, era ya un poema. Aquel anciano, aquel venerable charlatán de la barba blanca y enmarañada, del sombrero blanco y desgarbado, no sería un filósofo ciertamente, pero era todo un asunto de filosofía. Aquel científico sujeto ¿calva de cascarón de huevo, y el pescuezo muy flaco y largö claro es que no tenía derecho a los muchos humos que gastaba: no había logrado, por ejemplo, ningún descubrimiento biológico; pero ¿qué hallazgo biológico más singular que el de su interesante persona?
Harold March, el nuevo y renombrado periodista político, paseaba con aire decidido por una meseta en la que, desde hacía tiempo, se iban sucediendo por igual páramos y planicies, y cuyo horizonte se hallaba orlado por los lejanos bosques de la conocida propiedad de Torwood Park. Era un joven bien parecido, de pelo rubio y rizado y ojos claros, vestido con un traje de tweed. Inmerso en su feliz deambular a lo largo y ancho de aquel embriagador paisaje de libertad, Harold March era aún lo bastante joven como para tener bien presentes sus convicciones políticas y no simplemente para intentar olvidarlas a la menor ocasión. No en vano, su presencia en Torwood Park tenía precisamente un motivo político. Era el lugar de encuentro propuesto nada menos que por el Ministro de Hacienda, Sir Howard Horne, quien por entonces intentaba dar a conocer su denominado Presupuesto Socialista, el cual tenía la intención de exponer a cronista tan prometedor durante el transcurso de cierta entrevista que ambos tenían concertada. Harold March, por su parte, pertenecía a esa clase de hombres que saben todo lo que hay que saber sobre política, pero nada acerca de los políticos, además de ser poseedor de unos notables conocimientos sobre arte, letras, filosofía y cultura general (acerca, en fin, de casi todo excepto del mundo en el que vivía).
Roma, bajo el imperio de Tiberio César. Apacible la noche y el cielo enorgullecido de constelaciones. Cerca del foro de Apio y de las Tres Tabernas, una callejuela serpentina, rama de la vía principal, conducía a un barrio poco frecuentado, como no fuese por marinos y comerciantes al por menor que hacían su viaje de Brindis, Capua y lugarejos intermedios. Las casas, o más bien barracas enclenques, amontonadas, y las tortuosas sendas que las dividían, no parecían por cierto halagüeñas y atrayentes en aquel pequeño rincón de tristeza y de silencio, que no era turbado sino por una que otra riña de la tienda de algún vendedor de vino, o en el miserable habitáculo de alguna prostituta de la plebe.Aquella noche clara y constelada y por aquella callejuela, a intervalos, misteriosamente, uno después de otro, pasaban unos cuantos hombres y mujeres. Todos penetraban por la estrecha puerta de una casa formada de piedras y tablas entre los cimientos de una mansión derruida. A pasos cansados, una anciana llegó por último, apoyada en el brazo de un hombre. Ambos, antes de entrar se volvieron a mirar por largo rato hacia el fondo de la callejuela.¿Lucila fue en busca de su hermano ¿dijo el joven¿. Nereo ha partido a Ostia desde hace tres días. Lucila ha ido a encontrarle a la entrada de la ciudad.¿¿No habrá llegado antes que nosotros?Penetraron. Todavía se vio asomar la cara de la anciana, inquieta, tanteando en la sombra, la diestra en forma de visera, queriendo taladrar la lejanía nocturna con sus pupilas, tan cansadas como sus piernas.En lo interior de la casa he aquí lo que se veía, a la luz de tres lámparas de arcilla.
El abogado Mr. Utterson era un hombre de semblante adusto, jamás iluminado por una sonrisa; frío, parco y vergonzoso en la conversación; remiso en sentimientos; enjuto, alto, taciturno, aburrido, y sin embargo adorable, en alguna medida. En las reuniones de amigos, y cuando el vino era de su agrado, irradiaba de sus ojos algo eminentemente humano; algo que, a decir verdad, jamás salía a relucir en su conversación, pero que expresaba no sólo con aquellos gestos silenciosos de su cara después de la cena, sino más a menudo y llamativamente en su vida cotidiana. Era austero consigo mismo; bebía ginebra cuando estaba solo, para mortificar su afición por los vinos añejos; y aunque le encantaba el teatro, hacía ya veinte años que no cruzaba las puertas de ninguno. En cambio mostraba una acreditada tolerancia en su trato con los demás; unas veces asombrándose, casi con envidia, de la gran tensión anímica que implicaban sus delitos; y en cualquier situación extrema era más propenso a prestar ayuda que a reprender. «Me inclino por la herejía de Caín ¿solía decir pintorescamente¿: dejo que mi hermano se vaya al diablo por su propio pie». Con este carácter, a menudo tuvo la suerte de ser el último conocido de confianza y la última influencia bienhechora en las vidas de hombres venidos a menos. Y mientras éstos siguieron acudiendo a sus aposentos, jamás les mostró el más leve cambio de actitud.
Dos viajeros, un hombre y una mujer, indígenas a juzgar por su aspecto y traje, cruzaban al caer la tarde de un tibio día de mayo de 1656, el amplio valle de Catamarca: el sol iba a ponerse tras del Ambato, los viajeros parecían rendidos por una larga jornada, y cerca no se veía habitación alguna.-Aquí podíamos quedarnos -dijo el hombre en castellano, señalando un alto paaj puca (quebracho colorado), que sobresalía en un bosquecillo de algarrobos, vinales y mistoles, entretejidos de enredaderas.-Como te parezca -contestó la mujer, que tenía marcado acento quichua, así como andaluz su compañero.Depositó bajo el árbol las alforjas de lana de colores que llevaba, y haciendo en seguida un montón de ramillas y hojarasca, batió el eslabón e hizo fuego, en la creciente obscuridad de la noche que caía. Bajó luego hacia el Río Grande, que corría a pocos pasos, llevando en la mano un ancho tazón de barro cocido, y volvió con él lleno de agua, preparándose a cocer el maíz que, con un poco de grasa, ají y sal como condimento, constituiría su frugal comida.El hombre, silencioso y apático, se había tendido en la espesa yerba, con los brazos bajo la cabeza, masticando lentamente un acuyico de coca.
Esta pieza es uno de los sainetes más antiguos de Ramón de la Cruz. Entre los personajes que desfilan por él se encuentra un hidalgo que funda El hospital de la moda para tratar y curar afrancesados en el hablar, en el vestir o en el escribir.
El sol iba a desaparecer detrás de las colinas que limitaban el horizonte hacia el oeste. El tiempo era hermoso. Por el lado opuesto, algunas nubecillas reflejaban los últimos rayos, que no tardarían en extinguirse en las sombras del crepúsculo, de bastante duración en el grado 55 del hemisferio austral. En el momento que el disco solar mostraba solamente su parte superior, un cañonazo resonó a bordo del ¿avisö Santa Fe, y el pabellón de la República Argentina flameó. En el mismo instante resplandecía una vivísima luz en la cúspide del faro construido a un tiro de fusil de la bahía de Elgor, en la que el Santa Fe había fondeado. Dos de los torreros del faro, los obreros agrupados en la playa, la tripulación reunida en la proa del barco, saludaron con grandes aclamaciones la primera luz encendida en aquella costa lejana. Otros dos cañonazos siguieron al primero, repercutidos por los ruidosos ecos de los alrededores. La bandera fue luego arriada, según el reglamento de los barcos de guerra, y el silencio se hizo en aquella Isla de los Estados, situada en el punto de concurrencia del Atlántico con el Pacifico.
Era un soñador aquel montañés. La luz, casi siempre gris en la Montaña, las nieblas que desde el otoño a los comienzos del estío la envuelven, habían penetrado el espíritu de Pedrín, haciéndolo vivir en plena fantasía, en completo desdibujo de la realidad.No solamente lo que llamamos alma era romántica en Pedrín; lo eran también las líneas carnales, el dibujo total del cuerpo.Su cabello rubio ondeaba, palideciendo hacia las puntas, como los remates de un sol poniente; su frente se moldeaba en forma de torreón gótico; en sus ojos azules resplandecía el éxtasis, acentuado por la sombra que hacían las pestañas. La nariz era recta; la boca de finísimos labios; apuntada la barba; marfileño el tono de la piel. Tenía las manos señoriles, el talle juncal; el andar lánguido, apoyándose poco en tierra, como si tratara de ser vuelo.¿Cómo pudieron fabricar esta criatura dos marineros aldeanos?Recio el padre como un trinquete, basto como una encina, coloradote, por obra de la mucha sangre circulante en sus venas y del mucho vino embaulado en su estómago, no resultaba muy capaz para tan delicado engendro.
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