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1. Hay tanta latitud en el Escepticismo, y son tan diferentes sus grados, que con este nombre, según la varia extensión que se da a su significado, se designan el error más desatinado, y el modo de filosofar más cuerdo. El Escepticismo rígido es un delirio extravagante; el moderado una cautela prudente. Pero los que en este siglo tomaron el empeño de impugnar a los Escépticos más moderados, no sé si por ignorancia, o por malicia, confunden uno, y otro. La ignorancia en esta materia es tan grosera, que me persuade a que sea por malicia; y la malicia es tan detestable, que me persuade a que sea por ignorancia.2. Aunque la voz Griega Scepsis (de donde vienen Scéptico, y Scepticismo) significa inquisición, investigación, especulación, &c. ya el uso ha alterado algo la significación de estas voces. Por lo cual hoy Escéptico significa lo mismo que Dubitante, y Escepticismo aquella profesión particular, que hacen los Escépticos de dudar, y suspender el asenso en las materias controvertibles, o disputables.3. Esta duda, o suspensión de asenso puede ser más, o menos racional, según la mayor, o menor extensión que se le da, y según las materias a que se aplica. Así como dudar de muchas cosas es prudencia, dudar de todas es locura.
¿¡Se vende isla al contado, sin gastos, al último y mejor postor!¿, repetía una y otra vez, sin tomar aliento, Dean Felporg, comisario tasador de la subasta en que se debatían las condiciones de esta venta singular. ¿¡Isla en venta, isla en venta!¿, repetía con voz más y más sonora el pregonero Gingrass, que iba y venía por entre una multitud en verdad excitadísima. Multitud, efectivamente, que se apretaba en la vasta sala del hotel de ventas del número 10 de la calle Sacramento. Allí había no sólo cierto número de americanos de los estados de California, Oregón y Utah, sino también algunos de esos franceses que forman una buena sexta parte de la población, mejicanos envueltos en su sarape, chinos con sus túnicas de largas mangas, zapatos en punta y gorro cónico, canacos de Oceanía e incluso pies-negros, vientres abultados, o cabezas-planas procedentes de las riberas del río Trinidad. Nos apresuramos a decir que la escena tenía lugar en la capital del estado californiano, en San Francisco, pero no en la época en que la explotación de nuevos placeres atraía a los buscadores de oro de ambos mundos, de 1849 a 1852. San Francisco ya no era lo que había sido al principio, un caravasar, un desembarcadero, una posada en que se detenían por una noche los atareados que se apresuraban hacia los terrenos auríferos de la vertiente occidental de la Sierra Nevada. ¡No! Desde hacía unos veinte años, la antigua y desconocida Yerba-Buena había dado lugar a una ciudad única en su género, poblada por cien mil habitantes, construida al respaldo de dos colinas por haberle faltado sitio en la playa del litoral, pero del todo dispuesta a extenderse hasta las últimas alturas de lo más lejano; una ciudad, en fin, que ha destronado a Lima, Santiago, Valparaíso, todas sus otras rivales del Oeste, de la que los americanos han hecho la reina del Pacífico, la ¿gloria de la costa occidental¿.
Mirar los blancos azahares con que se coronan las novias en tren de matrimonio, y sentir una carcajada cosquillearme en la garganta, es todo uno.Y esto me sucede, no porque sea un cotorrón canalla y descreido, sino porque me acuerdo de Juanita la hija de nuestra vecina doña Antonia, que se casó con mi tío Juan Alberto.¡Qué impresión sentí cuando la ví coronada de blancas flores de naranjo, emblema de la pureza, a aquella pícara y graciosa muchacha con quien había trincado tanto en el jardín de mi casa! Vino a mi mente, con toda claridad, la tarde aquella en que por vez primera nos dimos un beso, que fué el incubador de los millones en gérmen que Juanita escondía en las extremidades de su boquita rosada.Según costumbre, Juanita y yo ¿dos muchachos de 13 años¿ habíamos ido al jardín en busca de violetas, durante una templada tarde de Agosto.Allí, sentados a la sombra de los grandes árboles, escudriñábamos entre las hojas verdes, buscando las pequeñas flores fragantes.Examinábamos la misma mata y de repente nuestras manos se encontraron sobre el tallo de una gran violeta nacida al reparo de una piedra, que yo me apresuré a cortar.
«1.º de Enero.- Ha sonado la última campanada de las doce. 1870 recoge la herencia del escandaloso 69, año de acciones difusas y de oratoria sinfónica... '¿Y qué haré yo con tantos discursos? -dice este pobrecito 70, que nace sobre los mismos hielos que han sido sepultura de su padre-. ¿De qué me servirá la opulencia verbosa de estos caballeros constituyentes?... ¿Por ventura, el diluvio retórico fecundará la simiente de la República o nos traerá un nuevo retoño del árbol secular de la Monarquía?'.»2 de Enero.- Si escribir pudiéramos la Historia futura, corriendo más aprisa que el tiempo, yo escribiría que el Rey X, si acaso lo encuentran, no querrá venir a este cráter del volcán en erupción. Se le quemarán las botas.»3 de Enero.- Estos Carabancheles son desprendimientos del apretado cascote que llamamos Madriles. Hastiados de formar en ringleras, sin aire ni luz, algunos caseríos se han escurrido bonitamente hacia el campo. Aquí vivo, no por mi gusto, sino por el de mi madre, que como buena campesina tira siempre a las Afueras.»6, día de los Santos Reyes.- ¡Oh, qué visión divina me trajeron los Magos de Oriente!... Pasó el tiempo en que mi buena madre dejaba en el balcón mi zapato para que Gaspar, Melchor y el negro Baltasar me pusieran en él soldados o cañoncitos, que colmaban mis inocentes ambiciones. Anoche, sin aventurar zapato ni chinela, los Reyes fueron para mí más que nunca propicios y dadivosos, porque apenas abrí hoy la ventana por donde suelo contemplar la huerta de esta casa y la de la casa medianera, separadas por vieja tapia, vi una figura, imagen, persona, que al pronto me pareció ángel, después mujer. Verla y pensar que había encontrado mi novia definitiva, el ideal de amor, fueron dos facetas de un solo momento, iluminadas por un solo relámpago... Cuando absorto clavé mis ojos en la hermosa visión, esta me miró a mí... Pasado un segundo, dos quizás, la imagen se desvaneció tras de un ciprés... Esperé un rato; no la vi más. Yo miraba al ciprés y le decía: 'ciprés amigo, apártate un poco; déjame ver si...'.
En algunos pueblecitos de provincias se encuentran casas cuya vista inspira una melancolía igual a la que provocan los claustros más sombríos, las landas más desiertas o las ruinas más tristes. Y es que sin duda participan a la vez esas casas del silencio del claustro, de la aridez de las landas y de los despojos de las ruinas: la vida y el movimiento son en ellas tan reposados, que un extranjero las creería deshabitadas si no encontrase de pronto la mirada fría y sin expresión de una persona inmóvil, cuyo rostro medio monástico asoma por una ventana al oír el ruido de pasos desconocidos. Este aspecto melancólico lo posee un edificio situado en Saumur, al extremo de la calle montuosa que conduce al castillo por la parte alta de la villa. Esta calle, que se ve ahora poco frecuentada, cálida en verano, fría en invierno y obscura en algunos parajes, es notable por la sonoridad de su empedrado, que está siempre limpio y seco; por la estrechez de su vía tortuosa y por la paz de sus casas, que pertenecen a la villa antigua y que dominan las murallas. Unas habitaciones tres veces seculares y sólidas aún a pesar de haber sido construidas con madera, y los diversos paisajes que ofrecen, contribuyen a dar originalidad a aquella parte de Saumur, que es tan interesante para anticuarios y artistas. Es difícil pasar por delante de estas casas sin admirar sus enormes vigas, cuyos extremos forman extrañas figuras y que coronan de un bajo relieve negro el piso bajo de la mayor parte de ellas.
Tomo la pluma para daros una prueba innegable de que considero vuestros deseos como órdenes. Entonces, y por desagradable que sea mi tarea, volveré a recordar esas escandalosas etapas de mi vida, de las que ya he salido, para disfrutar de todas las bendiciones que pueden otorgar el amor, la salud y la fortuna; estando aún en la flor de la juventud, y no siendo demasiado tarde para emplear los ocios que me proporcionan mi gran fortuna y prosperidad, cultivando mi entendimiento, cuya naturaleza no es vil, y que ha ejercitado, aun dentro del torbellino de placeres relajados en el que me vi envuelta, más observaciones sobre los caracteres y las costumbres mundanas de lo que es frecuente entre las que practicaban mi desgraciada profesión, quienes contemplan todo pensamiento o reflexión como su principal enemigo, los mantienen a la mayor distancia posible o los destruyen sin piedad. Odiando mortalmente todo prefacio innecesariamente largo, no os haré perder más vuestro tiempo y no intentaré disculparme; preparaos para ver la parte libertina de mi vida, escrita con la misma libertad con que la llevé.
Yo llego a buena ocasión, si no me engaña el deseo; los mismos que dijo son hoy en su templo Febeo, el gran padre de Faetón. Aquí dijo que hallaría, en las siestas de este día, el Sol y Luna de España: ¡qué gloria los campos baña! ¡Qué resplandor! ¡Qué alegría! Diome el caballo Pegaso, de varias plumas vestido, que estampa en el aire el paso, cuyas alas me han traído de las cumbres del Parnaso. Puesto que la tierra y cielo puedo penetrar de un vuelo, porque toda plumas soy, ciega de mirar estoy
El día 30 de julio de 1914, tras salir de Poitiers con dirección norte, almorzamos bajo los manzanos en un lugar próximo a la carretera, a los pies de una pradera. Ante nuestros ojos, a derecha e izquierda, se extendían nuevos terrenos agrestes que conducían hacia un bosque y hacia la torre del campanario de un pequeño pueblo. Todo a nuestro alrededor desplegaba la tranquilidad del mediodía, y nos mostraba esa sobria disciplina que con tanta facilidad la memoria del viajero está dispuesta a evocar como propia del paisaje francés. A veces, estos campos divididos por simples muros de piedra y esas aldeas grises y compactas pueden parecerle, incluso a alguien acostumbrado al lugar, espacios monótonos e insulsos; en cambio, en otros momentos, una imaginación sensible es capaz de captar en cada pedazo de tierra, e incluso en cada surco, la vigilante e incesante fidelidad que generaciones y generaciones vinculadas a la tierra han mantenido hacia ella. El propio pedazo de paisaje que se mostraba ante nosotros nos hablaba, línea a línea, de ese mismo vínculo. El aire parecía llegarnos cargado de los prolongados murmullos del esfuerzo humano, del ritmo de las labores que han de repetirse una y otra vez, y la serenidad de la escena parecía alejar de nosotros con una sonrisa los rumores de guerra que nos venían persiguiendo desde el inicio de la jornada.
Hacia la mitad de la calle de la Universidad, entre los números 51 y 57, se ven cuatro hoteles que pueden citarse entre los más lindos de París. El primero pertenece al señor Pozzo di Borgo, el segundo al conde Mailly, el tercero al duque de Choiseul y el último, que hace esquina a la calle Bellechasse, al barón de Sanglié.El aspecto de este edificio es noble. La puerta cochera da entrada a un patio de honor cuidadosamente enarenado y tapizado de parras centenarias. El pabellón del portero está a la izquierda, envuelto entre el follaje espeso de la hiedra, donde los gorriones y los huéspedes de la garita parlotean al unísono. En el fondo del patio, a la derecha, una amplia escalinata resguardada por una marquesina, conduce al vestíbulo y a la gran escalera.La planta baja y el primer piso están ocupados por el barón únicamente, que disfruta sin compartirlo con nadie un vasto jardín, limitado por otros jardines, y poblado de urracas, mirlos y ardillas que van y vienen de ése a los otros en completa libertad, como si se tratara de habitantes de un bosque y no de ciudadanos de París.Las armas de los Sanglié, pintadas en negro, se descubren en todas las paredes del vestíbulo. Son un jabalí de oro en un campo de gules. El escudo tiene por soporte dos lebreles, y está rematado con el penacho de barón con esta leyenda: Sang lié au Roy.Como media docena de lebreles vivos, agrupados según su capricho, se aburren al pie de la escalera, mordisquean las verónicas floridas en los vasos del Japón o se tienden sobre la alfombra alargando la cabeza serpentina. Los lacayos, sentados en banquetas de Beauvais, cruzan solemnemente los brazos, como conviene a los criados de buena casa.
Amanece. Violeta pálido es el cielo. Ni la más pequeña nube hay en él. El mar parece lago, que poetizan las gaviotas con el desperezo de sus alas. Por la cumbre de un monte verde, conduce sus vacas el pastor. Chirriante baja una carreta, al pezuñeo cansino de dos bueyes, por los accesos de otro monte. El boyero canta:«Es la mozuca mía la mejor moza que hay desde Castro-Urdiales hasta Reinosa.»Así, esclavizando a la hermosura de su queredora todo el mujerío montañés, canta su cantar el boyero; y van los ecos del cantar extendiéndose por el espacio en himno de amor, que sube y se pierde hacia los orientes de la luz.¡Amanecer tibio de Julio, el aire te embellece con el musicar de sus besos sobre las hierbas enjoyecidas por los brillantes del rocío; con su ir y venir sobre las aguas del Cantábrico, que se deshace contra el rocaje en caireles de espuma!... A tus resplandores va contorneándose el pueblecillo pescador.
A la señora SAVILLE, Inglaterra. San Petersburgo, 11 de diciembre de 17**Te alegrará saber que no ha ocurrido ningún percance al principio de una aventura que siempre consideraste cargada de malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera tarea es asegurarle a mi querida hermana que me hallo perfectamente y que tengo una gran confianza en el éxito de mi empresa. Me encuentro ya muy al norte de Londres y, mientras camino por las calles de Petersburgo, siento la brisa helada norteña que fortalece mi espíritu y me llena de gozo. ¿Comprendes este sentimiento? Esta brisa, que llega desde las regiones hacia las que me dirijo, me trae un presagio de aquellos territorios helados. Animadas por ese viento cargado de promesas, mis ensoñaciones se tornan más apasionadas y vívidas. En vano intento convencerme de que el Polo es el reino del hielo y la desolación: siempre se presenta a mi imaginación como la región de la belleza y del placer. Allí, Margaret, el sol siempre permanece visible, con su enorme disco bordeando el horizonte y esparciendo un eterno resplandor. Allí ¿porque, con tu permiso, hermana mía, debo depositar alguna confianza en los navegantes que me precedieron¿, allí la nieve y el hielo se desvanecen y, navegando sobre un mar en calma, el navío se puede deslizar suavemente hasta una tierra que supera en maravillas y belleza a todas las regiones descubiertas hasta hoy en el mundo habitado. Puede que sus paisajes y sus características sean incomparables, como ocurre en efecto con los fenómenos de los cuerpos celestes en estas soledades ignotas. ¿Qué no podremos esperar de unas tierras que gozan de luz eterna? Allí podré descubrir la maravillosa fuerza que atrae la aguja de la brújula, y podré comprobar miles de observaciones celestes que precisan solo que se lleve a cabo este viaje para conseguir que todas sus aparentes contradicciones adquieran coherencia para siempre. Saciaré mi ardiente curiosidad cuando vea esa parte del mundo que nadie visitó jamás antes y cuando pise una tierra que no fue hollada jamás por el pie del hombre. Esos son mis motivos y son suficientes para aplacar cualquier temor ante los peligros o la muerte, y para obligarme a emprender este penoso viaje con la alegría de un muchacho que sube a un pequeño bote, con sus compañeros de juegos, con la intención de emprender una expedición para descubrir las fuentes del río de su pueblo.
Salen doña Flor, y Ynes con mantos. D. Flor. Que dizes? Yn. Digo, señora, que es el. D. Flor. Desdichada soy: don Fernando de Godoy, cielos, en Seuilla agora? La fortuna me persigue; cubrete. Yn. Ya es escusado; porque muestra su cuydado que conoce lo que sigue. Flor. Quando el Marques prometia, abrasado de amoroso, passar mi estado dichoso de merced a señoria, viene a ser impedimento de tanto bien don Fernando? Yn. Pues porque lo ha de ser? Flor. Dando, pues ha de seguir su intento, ocasiones de zelar al Marques, y es cierta cosa que a su passion cuydadosa nada al fin se ha de ocultar: que aunque don Fernando es llano que amante secreto ha sido, el disgusto sucedido en Cordoua con mi hermano, fue publico en el lugar; y lo que entonces passò, para sospechar basto, sino para condenar. Y esto serà impedimento a la mano que procuro; que es el honor crystal puro, que se enturbia del aliento.
Como en fin de mis pensamientos, concluir en qué mejor serviros pueda mi voluntad, busqué en qué trabajar con el deseo de hacerme más vuestro.Y no contento en serviros sólo en las cosas más a mi convenientes, sino aún más, en aquellas que más ajenas que mías puedo llamar esto porque si con la autoridad de ciencia de que carezco, presumía hacer cosa a mi bien excusada, no miré que daba causa de publicar mis yerros-, el que no sabe la falta de mi flaco juicio, la sepa.Y así sin más determinar en ello, salvo señora, que vuestro favor puede dispensar mi osadía; por ser yo tan vuestro, sin más temor y vergüenza, puse en obra esta mal compuesta letra.Y no hube de buscar gracia en el hablar como a tal caso convenía.Y si ello no está tal que de oír sea, vos señora, merezcáis la pena de mi culpa, pues está claro que sin esfuerzo vuestro yo no osaría atreverme a tan loco ensayo.Si por ventura, lo que no creo, algo de bien hay en ello, a vos que se ha de dar la pena, den las gracias, pues yo de esto solamente soy escribano.He trabajado comunicando parte de vuestras discretas obras, aprovechándome de ellas. Por lo cual, bien parece que sin esfuerzo de vuestra ayuda no pudiera hacer cosa que razonable fuese, y si vuestro favor en ello no me ayudara, diera grande ocasión a la risa y malicia de los oyentes.
En el invierno de 1809 a 1810 las cosas de España no podían andar peor. Lo de menos era que nos derrotaran en Ocaña a los cuatro meses de la casi indecisa victoria de Talavera: aún había algo más desastroso y lamentable, y era la tormenta de malas pasiones que bramaba en torno a la Junta central. Sucedía en Sevilla una cosa que no sorprenderá a mis lectores, si, como creo, son españoles, y es que allí todos querían mandar. Esto es achaque antiguo, y no sé qué tiene para la gente de este siglo el tal mando, que trastorna las cabezas más sólidas, da prestigio a los tontos, arrogancia a los débiles, al modesto audacia y al honrado desvergüenza. Pero sea lo que quiera, ello es que entonces andaban a la greña, sin atender al formidable enemigo que por todas partes nos cercaba.Y aquel era enemigo, lo demás es flor de cantueso. Me río yo de insurrecciones absolutistas y republicanas, en tiempos en que el poder central cuenta con grandes elementos para sofocarlas. Aquello no se parecía a ninguna de estas niñerías de ahora, pues con las tropas que Napoleón envió a España a fines del año constaba de trescientos mil hombres el ejército invasor. Los nuestros, dispersos y desanimados, no tenían un general experto que los mandase; faltaban recursos de todas clases, especialmente de dinero, y en esta situación el poder central era un hervidero de intriguillas. Las ambiciones injustificadas, las miserias, la vanidad ridícula, la pequeñez inflándose para parecer grande como la rana que quiso imitar al buey, la intolerancia, el fanatismo, la doblez, el orgullo rodeaban a aquella pobre Junta, que ya en sus postrimerías no sabía a qué santo encomendarse. Bullían en torno a ella políticos de pacotilla de la primera hornada que en España tuvimos, generales pigmeos que no supieron ganar batalla alguna; y aunque había también varones de mérito así en la milicia como en lo civil, estos o no tenían arrojo para sobreponerse a los tontos, o carecían de aquellas prendas de carácter sin las cuales, en lo de gobernar, de poco valen la virtud y el talento.
Lo que vamos á referir ocurrió en Abril y en Semana Santa, que vino aquel año algo atrasada. En cambio la Primavera se había adelantado tanto, que San José trajo muchas flores, la Encarnación más y San Venancio entró lleno de rosas y claveles. Pocas veces se había visto Ficóbriga tan bien engalanada para las festividades religiosas más interesantes al alma y á los ojos del cristiano; y además de la placentera estación y del delicioso temple con que le favorecía Naturaleza, tenía aquel devotísimo pueblo otros motivos de gozo. Sí, sabedlo: aquel año habría procesiones, regocijo de que estuvieron privados los anteriores á causa de la pobreza del clero y lastimosa decadencia del culto. Y aquel año habría procesiones, porque ofrecieron costearlas de su bolsillo particular dos beneméritos ficobrigenses, el Excelentísimo Sr. D. Buenaventura y la señora doña Serafina de Lantigua, hermanos de D. Angel y del difunto D. Juan Crisóstomo, que falleció repentinamente el día de Santiago del año anterior. En el capítulo IV de la primera parte hicimos rápida mención de estas dos estimables personas; mas no era entonces ocasión de hablar mucho de ellas: ahora sí. ¿Venturita y la Serafinädecía á sus amigos en el pórtico de la Abadía la esposa de D. Juan Amarillo,¿han venido á Ficóbriga con el objeto que todos sabemos, y cuanto digan de arreglar la testamentaría del señor D. Juan es farsa y enredo... Aquel desgraciado señor, aunque murió como si le partiera un rayo, dejó sus intereses y sus papeles en orden completo... Pero es preciso decir algo para que el público no se fije en la verdad... ¡Ah, la verdad! ¡Bienaventurados los que, como yo, la ponen por encima de todas las cosas!... Y la verdad es que...
Bien. Desde ahora, Génova y Lucca no son más que haciendas, dominios de la familia Bonaparte. No. Le garantizo a usted que si no me dice que estamos en guerra, si quiere atenuar aún todas las infamias, todas las atrocidades de este Anticristo (de buena fe, creo que lo es), no querré saber nada de usted, no le consideraré amigo mío ni será nunca más el esclavo fiel que usted dice. Bien, buenos días, buenos días. Veo que le atemorizo. Siéntese y hablemos. Así hablaba, en julio de 1805, Ana Pavlovna Scherer, dama de honor y parienta próxima de la emperatriz María Fedorovna, saliendo a recibir a un personaje muy grave, lleno de títulos: el príncipe Basilio, primero en llegar a la velada. Ana Pavlovna tosía hacía ya algunos días. Una gripe, como decía ella-gripe, entonces, era una palabra nueva y muy poco usada-. Todas las cartas que por la mañana había enviado por medio de un lacayo de roja librea decían, sin distinción: «Si no tiene usted nada mejor que hacer, señor conde- o príncipe-, y si la perspectiva de pasar las primeras horas de la noche en casa de una pobre enferma no le aterroriza demasiado, me consideraré encantada recibiéndole en mi palacio entre siete y diez. Ana Scherer.» -¡Dios mío, qué salida más impetuosa!-repuso, sin inmutarse por estas palabras, el Príncipe. Se acercó a Ana Pavlovna, le besó la mano, presentándole el perfumado y resplandeciente cráneo, y tranquilamente se sentó en el diván.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: eso dije al empezar este libro. ¡Que sea lo que Dios quiera!¿pensé al concluirlo. Siempre he considerado un acto de soberbia, un atrevimiento enorme, la publicación de todo primer libro; pero considero que ese atrevimiento llega á su colmo al tratarse de este mío. Los que hoy son y valen, al publicar nuevas y mejores obras, han demostrado que la publicación de su primer libro, ni fué acto de soberbia, ni atrevimiento inaudito: fué la consecuencia lógica de sus grandes dotes literarias. Yo, toda vez que mi anterior labor es demasiado modesta, no sé si con el tiempo podré justificar la publicación de mi primer libro. ¡Dios lo haga!Al decidirme á publicarlo, lo hago declarando de la manera más solemne que es el peor de cuantos se han escrito, y que su autor es el último de cuantos tomaron la pluma como intérprete de sus ideas. De cosas cortas lo compuse, pensando que para probar tu paciencia, caro lector, ellas se bastan.
Mi propósito es escribir la guerra que el Rey Católico de España don Felipe el II, hijo del nunca vencido emperador don Carlos, tuvo en el reino de Granada contra los rebeldes nuevamente convertidos, parte de la cual yo vi y parte entendí de personas que en ella pusieron las manos y el entendimiento. Bien sé que muchas cosas de las que escribiere parecerán a algunos livianas y menudas para historia, comparadas a las grandes que de España se hallan escritas: guerras largas de varios sucesos; tomas y desolaciones de ciudades populosas; reyes vencidos y presos; discordias entre padres y hijos, hermanos y hermanos, suegros y yernos; desposeídos, restituidos, y otra vez desposeídos, muertos a hierro; acabados linajes; mudadas sucesiones de reinos; libre y extendido campo y ancha salida para los escritores. Yo escogí camino más estrecho, trabajoso, estéril y sin gloria; pero provechoso y de fruto para los que adelante vinieren: comienzos bajos, rebelión de salteadores, junta de esclavos, tumulto de villanos, competencias, odios, ambiciones y pretensiones; dilación de provisiones, falta de dinero, inconvenientes o no creídos, o tenidos en poco; remisión y flojedad en ánimos acostumbrados a entender, proveer, y disimular mayores cosas; y así, no será cuidado perdido considerar de cuán livianos principios y causas particulares se viene a colmo de grandes trabajos, dificultades y daños públicos, y cuasi fuera de remedio.
Salen don PEDRO de Bustos y don ALONSO, su amigo, de noche, con MÚSICOS, por una parte, con un CRIADO con una escala, y por otra don DIEGO Hurtado de Mendoza, de camino, con botas y espuelas, y JUANCHO, vizcaíno, cargado con el cojín y la maleta en la cabeza, ridículamente vestido. Arrímanse a una parte, y mientras cantan vayan paseando el tablado don PEDRO y don ALONSOMÚSICOS: "Si no velaran mis ojos no celebraran las dichas de los que durmiendo matan, de los que matando hechizan. Si no durmieran los tuyos, glorificaran su vista los palpitantes despojos de las más seguras vidas. ¡Ay, ay, qué desdicha! A quien mira su alma, deja sin vida."ALONSO: ¡Extraño recogimientol PEDRO: ¡Doña Ana, doña Ana! DIEGO: Avisa, Juancho, al mozo que las mulas aleje donde, escondidas, aguarden, y vente luego. JUANCHO: ¿No las asas y las pringas; aún no llegas, ya las tienes currucamientos? DIEGO: Ves aprisa. JUANCHO: ¿Tienes gana de comer? ¿Cómo no las necesitas? Juancho, matas holandeses y ya que piensas venías juras a Dios a matar holandeses del barriga. ¿Cantadoreas detienen?
Yo, señora, soy de Segovia. Mi padre se llamó Clemente Pablo, natural del mismo pueblo; Dios le tenga en el cielo. Fue, tal como todos dicen, de oficio barbero, aunque eran tan altos sus pensamientos que se corría de que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas. Dicen que era de muy buena cepa, y según él bebía es cosa para creer. Estuvo casado con Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y nieta de Andrés de San Cristóbal. Sospechábase en el pueblo que no era cristiana vieja, aun viéndola con canas y rota, aunque ella, por los nombres y sobrenombres de sus pasados, quiso esforzar que era descendiente de la gloria. Tuvo muy buen parecer para letrado; mujer de amigas y cuadrilla, y de pocos enemigos, porque hasta los tres del alma no los tuvo por tales; persona de valor y conocida por quien era. Padeció grandes trabajos recién casada, y aun después, porque malas lenguas daban en decir que mi padre metía el dos de bastos para sacar el as de oros. Probósele que a todos los que hacía la barba a navaja, mientras les daba con el agua levantándoles la cara para el lavatorio, un mi hermanico de siete años les sacaba muy a su salvo los tuétanos de las faldriqueras. Murió el angelico de unos azotes que le dieron en la cárcel. Sintiólo mucho mi madre, por ser tal que robaba a todos las voluntades. Por estas y otras niñerías estuvo preso, y rigores de justicia, de que hombre no se puede defender, le sacaron por las calles. En lo que toca de medio abajo tratáronle aquellos señores regaladamente. Iba a la brida en bestia segura y de buen paso, con mesura y buen día. Mas de medio arriba, etcétera, que no hay más que decir para quien sabe lo que hace un pintor de suela en unas costillas. Diéronle doscientos escogidos, que de allí a seis años se le contaban por encima de la ropilla. Más se movía el que se los daba que él, cosa que pareció muy bien; divirtióse algo con las alabanzas que iba oyendo de sus buenas carnes, que le estaba de perlas lo colorado.
Entre dos estribaciones enormes y fragosas del Aylona, serpea el valle de Badaleste, hondo y vicioso.En el horcajo de tamañas sierras, en altitud bravía está Confines, viejo y parduzco pueblecillo sobre cuyo costroso hacinamiento de tejados verdinegros, eleva la decrépita Abadía su campanario estrecho, amarillento y alto, maculado junto a su cornisa por las rudas y ennegrecidas piedras que deja ver un desgarrón de la fachada.Las paredes de las últimas casas del pueblo reciben ávidas las caricias de los primeros verdores del valle. Éstos se originan con escalones inmensos de ondulantes mieses, sombreadas de trecho en trecho por redondos olivos y talludos almendros de retorcidos y negrales troncos.Turnan con los trigos tablares de lozanas hortalizas distribuidas en geométricas figuras; rumorosos maizales; aterronados barbechos; y de nuevo la mies sucede, alta, apretada, undosa, bajando en gradería, afelpando transversalmente en verdes franjas o en oleadas de oro el pie de las colinas.
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo. En el trono de Inglaterra había un rey de mandíbula muy desarrollada y una reina de cara corriente; en el trono de Francia había un rey también de gran quijada y una reina de hermoso rostro. En ambos países era más claro que el cristal para los señores del Estado, que las cosas, en general, estaban aseguradas para siempre. Era el año de Nuestro Señor, mil setecientos setenta y cinco. En período tan favorecido como aquél, habían sido concedidas a Inglaterra las revelaciones espirituales. Recientemente la señora Southcott había cumplido el vigésimo quinto aniversario de su aparición sublime en el mundo, que fue anunciada con la antelación debida por un guardia de corps, pronosticando que se hacían preparativos para tragarse a Londres y a Westminster.
Blas de Santillana, mi padre, después de haber servido muchos años en los ejércitos de la Monarquía española, se retiró al lugar donde había nacido. Casóse con una aldeana, y yo nací al mundo diez meses después que se habían casado. Pasáronse a vivir a Oviedo, donde mi madre se acomodó por ama de gobierno y mi padre por escudero. Como no tenían más bienes que su salario, corría gran peligro mi educación de no haber sido la mejor si Dios no me hubiera deparado un tío que era canónigo de aquella iglesia. Llamábase Gil Pérez, era hermano mayor de mi madre y había sido mi padrino. Figúrate, allá en tu imaginación, lector mío, un hombre pequeño, de tres pies y medio de estatura, extraordinariamente gordo, con la cabeza zambullida entre los hombros, y he aquí la vera efigies de mi tío. Por lo demás, era un eclesiástico que sólo pensaba en darse buena vida; quiero decir en comer y en tratarse bien, para lo cual le suministraba suficientemente la renta de su prebenda.
Ni soy yo el primer escritor que a la vejez ha caído en la cuenta de que le convenía redactar por el mismo el Prólogo general de sus Obras, ni deja de ser necesario que todos los autores realicen, como despedida, algo semejante. Porque, una de dos: o no tienen en nada sus libros, en cuyo caso deben quemarlos y prohibir a sus herederos que los reimpriman, o los consideran dignos del público, ya sea por debilidad de padre, ya por deferencia a los lectores que pagan: y, en este segundo caso, que es el mío, deben defender aquello que venden; deben deshacer errores y embustes acerca de su origen y significado; deben contestar a criticas basadas en materiales equivocaciones o falsos razonamientos; deben, en fin, poner las cosas en su punto y lugar, para que, llegada la hora de la muerte, no salga cualquier amigo o enemigo desfigurando las intenciones del inerme difunto, con risa o rabia de los pocos o muchos parciales discretos que le queden y, por de contado, con aflicción y pena de los propios hijos -que Dios bendiga, en cuanto a los míos toca. Aquí tenéis, en cuatro palabras, la explicación del epítome o testamento literario que vais a leer; testamento que pienso escribir con la religiosa sinceridad correspondiente a toda confesión, sin dar oídos para nada al agravio, a la vanidad, ni a la conveniencia. De todo lo cual se deduce que sigo en el voluntario propósito, declarado tres años ha en la dedicatoria de LA PRODIGA, de no componer ningún nuevo libro (fuera de la terminación de mis Viajes por España), y que no me ya del todo mal en esta que llamaré barrera del circo literario, viendo ponerse en paz el sol de mi trabajada vida, mientras que allá abajo, sobre la ingrata arena, prosiguen luchando serviles autores y temerarios críticos de la moderna estofa, quienes no se afanan ya por enaltecer sobre el pedestal del Arte los más puros afectos del alma, sino por complacer a la turbamulta, regalándole cromos y fotografías de las peores ruindades del humano cuerpo.
Una mañana de abril Luis Rohán se detuvo en Florida y Bartolomé Mitre. La noche anterior había vuelto a Buenos Aires, después de año y medio de ausencia. Sentía así mayor el disgusto del aire maloliente, de la escoba matinal sacudiendo en las narices, del vaho pesadísimo de los sótanos de las confiterías. El bello día hacíale echar de menos su vida de allá. La mañana era admirable, con una de esas temperaturas de otoño que, sobrado frescas para una larga estación a la sombra, piden el sol durante dos cuadras nada más. La angosta franja de cielo recuadrada en lo alto, evocábale la inmensidad de sus mañanas de campo, sus tempranas recorridas de monte, donde no se oían ruidos sino roces, en el aire húmedo y picante de hongos y troncos carcomidos.De pronto sintióse cogido del brazo. ¿¡Hola, Rohán! ¿De dónde diablos sale? Hace más de ocho años que no lo veo... Ocho, no; cuatro o cinco, qué se yo... ¿De dónde sale? Quien le detenía era un muchacho de antes, asombrosamente gordo y de frente estrechísima, al cual lo ligaba tanta amistad como la que tuviera con el cartero; pero siendo el muchacho de carácter alegre, creíase obligado a apretarle el brazo, lleno de afectuosa sorpresa.
¿Caballero, ¿quiere hacer el favor de decirme si estoy en Plumfield?... ¿ preguntó un muchacho andrajoso, dirigiéndose al señor que había abierto la gran puerta de la casa ante la cual se detuvo el ómnibus que condujo al niño. ¿Sí, amiguito; ¿de parte de quién vienes? ¿De parte de Laurence. Traigo una carta para la señora. El caballero hablaba afectuosa y alegremente; el muchacho, más animado, se dispuso a entrar. A través de la finísima lluvia primaveral que caía sobre el césped y sobre los árboles cuajados de retoños, Nathaniel contempló un edificio amplio y cuadrado, de aspecto hospitalario, con vetusto pórtico, anchurosa escalera y grandes ventanas iluminadas. Ni persianas ni cortinas velaban las luces; antes de penetrar en el interior, Nathaniel vio muchas minúsculas sombras danzando sobre los muros, oyó un zumbido de voces juveniles y pensó, tristemente, en que sería difícil que quisieran aceptar, en aquella magnífica casa, a un huésped pobre, harapiento y sin hogar como él. ¿Por lo menos, veré a la señora ¿ se dijo, haciendo sonar tímidamente la gran cabeza de grifo que servía de llamador. Una sirvienta carirredonda y coloradota abrió sonriendo y tomó la carta que el pequeñuelo silenciosamente le ofreció. Parecía acostumbrada a recibir niños extraños: hizo que tomase asiento en el vestíbulo y se alejó, diciendo:¿Espera un poco, y sacúdete el agua que traes encima.
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