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«Vale una seguidilla de las manchegas por veinticinco pares de las boleras. Mal fuego queme la moda que hasta en eso también se mete».¡Oh vísperas celebradas de San Juan y de San Pedro! Todos cantan tales noches; sólo suspira Moreno.(Canta la SASTRA al aire de jota o tirana. Ínterin canta, sale el ALGUACIL, de golilla, y se entra en el número 5.)«Dijo una niña a su madre, (Música.) porque la mandó coser: menos coser, madre mía, de todas labores sé. ¡Cuántas niñas hay en este mundo que presumen de todas labores y con esto escarmientan al bobo, que se casa con ellas sin dote! Ésta sí que es tira-tirana; (A dúo con el SASTRE.) ojo alerta, cuidado, señores, que aunque tengan las caras de plata, muchas tienen las manos de cobre». ¿Qué haces ahí fuera sentado? (Sale de número 1.) Lo propio que en pie allá dentro: rabiar. Pues antes que muerdas, a saludarte. ¡Qué genio
Rendido ya de lo mucho que se prolongara la consulta aquella tarde tan gris y melancólica del mes de marzo, el Doctor Moragas se echó atrás en el sillón; suspiró arqueando el pecho; se atusó el cabello blanco y rizoso, y tendió involuntariamente la mano hacia el último número de la Revue de Psychiatrie, intonso aún, puesto sobre la mesa al lado de cartas sin abrir y periódicos fajados. Mas antes de que deslizase la plegadera de marfil entre las hojas del primer pliego, abriose con estrépito la puerta frontera a la mesa escritorio, y saltando, rebosando risa, batiendo palmas, entró una criatura de tres a cuatro años, que no paró en su vertiginosa carrera hasta abrazarse a una pierna del Doctor.-¡Nené! -exclamó él alzándola en vilo-. ¡Si aún no son las dos! A ver cómo se larga usted de aquí. ¿Quién la manda venir mientras está uno ocupado?Reía a más y mejor la chiquilla. Su cara era un poema de júbilo. Sus ojuelos, guiñados con picardía deliciosa, negros y vivos, contrastaban con la finura un tanto clorótica de la tez. Entre sus labios puros asomaba la lengüecilla color de rosa. El rubio y laso cabello le tapaba la frente y se esparcía como una madeja de seda cruda por los hombros. Al levantarla el Doctor, ella pugnó por mesarle las barbas o el pelo, provocando el regaño cómico que siempre resultaba de atentados por el estilo.
FABIO: Téngale Dios en el cielo, que, juzgando por sus obras, mejor padre, muerto, cobras que le perdiste en el suelo; tales fueron sus costumbres, que pienso que, desde aquí, le puedes ver como allí se ven las celestes lumbres.FULGENCIO: En mi vida supe yo dar un pésame, Tancredo.TANCREDO: No me dio cosa más miedo, ni más vergüenza me dio. ¿Cómo diré que, en rigor, de consuelo le aproveche, "¿Vuesa merced le deseche por otro padre mejor?"FULGENCIO: Eso fuera desatino; óyeme e imita luego.TANCREDO: ¿En fin, vas?FULGENCIO: Temblando llego. Como el gran padre divino lo es de todos inmortal, consuelo podéis tener, que os ha de favorecer, Feliciano, en tanto mal; su falta se recupera con poneros en su mano.
ALEJANDRO: ¡Hermosa ciudad Florencia! CARLOS: Después que eres su señor, tiene Florencia valor, y hace a Roma competencia. ALEJANDRO: Como de día no puedo verla por mi autoridad, o porque a la gravedad de mis cosas tengo miedo, de noche con mejor modo veo cosas que ha de ver un príncipe, que ha de ser un Argos que vele en todo, que éstas, por ser tan pequeñas, no llegan a mis oídos. OTAVIO: Con hechos esclarecidos al común gobierno enseñas: República venturosa la que tal entendimiento ha puesto en orden. ALEJANDRO: Mi intento no aspira a historia famosa, sino sólo engrandecer la patria. CARLOS: Gente atraviesa a alguna amorosa empresa: un hombre y una mujer.
Venid acá otra vez, fieles parroquianos de estas páginas, y escuchad la voz de aquel buen Tito, entrometido indagador de cosas y personas, familiar diablillo que os entretuvo con la vaga historia del Rey saboyano; venid acá otra vez, y os contará cómo saltó España del trono mayestático al tablado de la República, las fatigas, desazones y horribles discordias que afligieron a esta Patria nuestra, tan animosa como incauta, y por fin, el traqueteo nervioso y epiléptico que la precipitó a su desdichada caída. Reconocedme, soy el mismo: chiquitín, travieso, enamorado, con tendencias a exagerar estas cualidades o defectos, si es que lo son. Mi estatura parece que tiende a empequeñecerse más cada día; la agilidad de mi espíritu y de mis movimientos toca ya en lo ratonil, y en cuanto a mis inclinaciones y aptitudes donjuanescas, debo decir que vivo en constante combustión amorosa. Ansío penetrar con vosotros en la selva histórica que nos ofrecen los adalides republicanos en once meses del año 1873, año de sarampión agudísimo del que salimos por la intensa vitalidad de esta vejancona robusta que llamamos España. La historia de aquel año es, como he dicho, selva o manigua tan enmarañada que es difícil abrir caminos en su densa vegetación. Es en parte luminosa, en parte siniestra y obscura, entretejida de malezas con las cuales lucha difícilmente el hacha del leñador. En lo alto, bandadas de cotorras y otras aves parleras aturden con su charla retórica; abajo, alimañas saltonas o reptantes, antropoides que suben y bajan por las ramas hostigándose unos a otros, sin que ninguno logre someter a los demás; millonadas de espléndidas mariposas, millonadas de zánganos zumbantes y molestos; rayos de sol que iluminan la fronda espesa, negros vapores que la sumergen en temerosa penumbra.
Será la viuda Reina esposa mía, y dárame Castilla su corona o España volverá a llorar el día que al conde Don Julián traidor pregona. ¿Con quién puede casar Doña María, si de valor y hazañas se aficiona, como conmigo, sin hacerme agravio? Enrique soy, mi hermano Alfonso el Sabio. La Reina y la corona pertenece a Don Juan, de Don Sancho el Bravo hermano. Mientras el niño rey Fernando crece, yo he de regir el cetro castellano. Pruebe, si algún traidor se desvanece, a quitarme la espada de la mano; que mientras gobernare su cuchilla sólo Don Juan gobernará a Castilla. Está vivo Don Diego López de Haro, que vuestras pretensiones tendrá a raya, y dando al tierno Rey seguro amparo, casará con su madre, y cuando vaya algún traidor contra el derecho claro que defiendo, señor soy de Vizcaya. Minas son las entrañas de sus cerros, que hierro dan con que castigue yerros. ¿Qué es esto, Infante? ¿Vos osáis conmigo oponeros al reino? ¿Y vos, Don Diego, conmigo competís, y sois mi amigo? Yo de mi parte la justicia alego. De mi lealtad a España haré testigo.
Quizá no haya existido época más irreligiosa que la nuestra, y no obstante, difícilmente se hallará otra a la cual hayan agitado más las cuestiones religiosas. Acabamos de salir de un período en que la indiferencia se aliaba a una adhesión rutinaria a la costumbre, en que el terror religioso no quería percibir incompatibilidad entre las formas religiosas tradicionales y el espíritu de los tiempos modernos. Nuestros padres eran en realidad bastante conservadores para ver en la práctica del culto una cosa conveniente, y suficiente ilustrados para reírse del que les hubiese dicho que llegaría un día en que las cuestiones religiosas recobrasen su imperio sobre el pueblo, le inflamasen y le extraviasen todavía; mas en esta conducta de dos caras, no veían ninguna contradicción.Al mismo tiempo la crítica teológica, histórica y filosófica proseguía su obra sin darse punto de reposo (basta tener presente a Schopenhauer, Strauss y Feuerbach), y el espíritu moderno se desenvolvía con un vuelo que casi pudiéramos decir arrebatado; estas dos potencias coaligadas arraigaban cada vez más la convicción de que en los puntos más esenciales, las formas religiosas de la tradición se compadecían muy mal con la idea que nosotros nos formamos del conjunto de las cosas. Por otra parte, dos hechos demostraban el error que había cometido el indiferentismo ilustrado al imaginar, ora que la religión ha perdido su poder sobre el pueblo, ora que éste puede vivir sin ella. Por un lado la Iglesia católica se levantaba con una vitalidad que inspiraba temor y espanto, demostrando la fuerza que aún tiene para fanatizar a las masas cuando persigue este objeto con energía y constancia; por el otro y como diametral oposición a esto, la vergonzosa brutalidad alardeada por la democracia social al saludar con júbilo los horrores de la commune parisien, señalaba hasta qué punto de depravación desciende el pueblo cuando ha perdido con la religión, la sola forma bajo la que le puede ser accesible el idealismo.
«El profesor Joslin, quien, como nuestros lectores bien saben, acomete la tarea de escribir la biografía de la señora Aubyn, nos pide que expongamos que contraerá una deuda impagable con cualquier amigo de la famosa novelista que pueda proporcionarle información acerca del periodo anterior a su llegada a Inglaterra. La señora Aubyn tenía tan pocos amigos íntimos y, en consecuencia, tan pocos corresponsales que, en el supuesto de que existieran cartas, éstas tendrían un valor muy especial. La dirección del profesor Joslin es: 10, Augusta Gardens, Kensington. Asimismo, nos ruega que digamos que devolverá con prontitud cualquier documento que se le confíe». Glennard soltó el Spectator y se volvió hacia la chimenea. El club se estaba llenando, pero aún tenía para sí la salita interior y sus ensombrecidas vistas al lluvioso paisaje de la Quinta Avenida. Todo era bastante gris y deprimente, aunque sólo hacía un instante que su aburrimiento se había visto inesperadamente teñido por cierto renco al pensar que, tal como iban las cosas, puede que incluso tuviera que renunciar al despreciable privilegio de aburrirse entre esas cuatro paredes. No era tanto que el club le importara mucho como que la remota posibilidad de tener que renunciar a él representaba, en aquellos momentos, quizá por su insignificancia y lejanía, el emblema de sus crecientes abnegaciones, de los continuos recortes que iban reduciendo gradualmente su existencia al mero hecho de mantenerse vivo. Dado que resultaban inútiles, tales cambios y privaciones no los podía considerar beneficiosos, y tenía la sensación de que, aunque se deshiciera de inmediato de lo superfluo, eso no implicaba que su despejado horizonte le ofreciera una visión más nítida del único paisaje que merecía su atención. Y es que renunciar a algo para casarse con la mujer amada es más difícil cuando llegamos a dicha conclusión por la fuerza.
¿Iván, te prohíbo que sigas adelante con esta empresa. Ni una palabra de esto o estamos perdidos. Si se enteran los americanos o los ingleses de que tenemos oro en estas montañas, nos arruinarán. Nos invadirán a miles y nos acorralarán contra la pared hasta la muerte. Así hablaba el viejo gobernador ruso de Sitka, Baranov, en 1804 a uno de sus cazadores eslavos que acababa de sacar de su bolsillo un puñado de pepitas de oro. Baranov, comerciante de pieles y autócrata, comprendía demasiado bien y temía la llegada de los recios e indomables buscadores de oro de estirpe anglosajona. Por tanto, se calló la noticia, igual que los gobernadores que le sucedieron, de manera que cuando los Estados Unidos compraron Alaska en 1867, la compraron por sus pieles y pescado, sin pensar en los tesoros que ocultaba. Sin embargo, en cuanto Alaska se convirtió en tierra americana, miles de nuestros aventureros partieron hacia el norte. Fueron los hombres de los «días dorados», los hombres de California, Fraser, Cassiar y Cariboo. Con la misteriosa e infinita fe de los buscadores de oro, creían que la veta de oro que corría a través de América desde el cabo de Hornos hasta California no terminaba en la Columbia Británica. Estaban convencidos de que se prolongaba más al norte, y el grito era de «más al norte». No perdieron el tiempo y, a principios de los setenta, dejando Treadwell y la bahía de Silver Bow, para que la descubrieran los que llegaron después, se precipitaron hacia la desconocida blancura. Avanzaban con dificultad hacia el norte, siempre hacia el norte, hasta que sus picos resonaron en las playas heladas del océano Ártico y temblaron al lado de las hogueras de Nome, hechas en la arena con madera de deriva.
Soames Forsyte salió del hotel Knightsbridge, donde estaba parando, la tarde del 12 de mayo de 1920, con la intención de visitar una colección de cuadros que se exponía en una sala de la calle Cook. Desde la guerra, nunca tomaba un coche de alquiler si podía evitarlo. Los conductores eran, a su juicio, una pandilla de sujetos inciviles, que sólo se recivilizaban ahora que las restricciones desaparecían y la oferta volvía ya a exceder a la demanda, cosa que sucede forzosamente a los humanos. Sin embargo, no los había perdonado, identificándolos, como a todos los miembros de su clase, con la revolución. La ansiedad considerable que había pasado durante la guerra, y la mayor aún que estaba pasando desde el establecimiento de la paz, habían producido consecuencias psicológicas en una naturaleza que era tenaz. Había experimentado mentalmente tantas veces la ruina, que había dejado de creer en su probabilidad material. Pagando cuatro mil de impuestos al año, no se podía estar ya peor. Una fortuna de un cuarto de millón, sin más que mujer y una hija que sostener y en formas muy diversas invertidas, proporcionaba una considerable garantía contra aquella tontería que algunos propugnaban de la incautación de capitales. En cuanto a la confiscación de los beneficios de guerra, estaba por completo en pro de ella, pues él no había hecho ninguno. El precio de los cuadros, de haber cambiado, había sido para subir, y él había comprado muchos durante la guerra. Los ataques aéreos también habían ejercido influencia sobre un espíritu por naturaleza cauto y habían endurecido su carácter. El peligro de ser destrozado y dispersado inclina a las personas a tener menos miedo a los pequeños destrozos y dispersiones de los impuestos y tasas, mientras que la costumbre de maldecir a los alemanes le había llevado a la costumbre de maldecir a los laboristas, si no abiertamente, al menos en el fondo de su alma.
DESENGAÑO Siempre fue muy pesado el Desengaño. Soy por eso aborrecido; como David, desterrado; como José, empozado, como Jacob, perseguido. El Engaño lo trazó, que, al lado de la Serrana, me desnudó una mañana, y mis ropas se vistió. Echó un candado a mi boca, y encerróme atado y mudo, adonde pobre y desnudo me aborreció aquesa loca. Él, con la santa apariencia del vestido que profana, roba con esa Serrana a los que van a Plasencia. Pero allá me volveré, patria, en fin, donde nací; que, aunque ves que estoy así, bien recibido seré; que tengo deudos en corte que son muy a par de Deos, y si logro mis deseos, tú verás cuanto te importe.RAZÓN Desengaño, pues que ides a Plasencia, esa ciudad, casa de placer de Dios y clara visión de paz, por el ofendido Esposo, en llegando, preguntad; decidle que la Razón se le envía a encomendar; decidle que la Serrana tan mala vida me da, que los ojos a Plasencia aún no me consiente alzar; que la hago siempre recuerdo de su bien y de su mal, de lo que puede perder, de lo que puede ganar; de lo que la persüado, si bien es con voluntad, es siempre puesto en razón; pero no püedo más. Que la aconsejo que llore, pues es justo, su maldad, y que le pida perdón, pues sé que se la dará; que la ruego que a él se vuelva, que deseándola está, y que airada me aborrece y me ofende pertinaz Decidle, si no me cree, que baje a verme, y verá a lo que sabe el azote, el padecer y el llorar; que como está con su padre, que cuanto quiere le da no sabe qué es mala vida; que se humane y lo sabrá; que, pues es tan poderoso, hable a la Santa Hermandad para que sus cuadrilleros prendan esta desleal, que, inducida del Engaño, tras sus antojos se va, donde buscando el Placer, encuentra con el Pesar, que si los quiere coger, que yo le daré lugar, aunque medio ciega estoy en tamaña oscuridad.
En el viejo Nueva York de 1850 despuntaban unas cuantas familias cuyas vidas transcurrían en plácida opulencia. Los Ralston eran una de ellas. Los enérgicos británicos y los rubicundos y robustos holandeses se habían mezclado entre ellos dando lugar a una sociedad próspera, cauta y, pese a ello, boyante. Hacer las cosas a lo grande había sido la máxima de aquel mundo tan previsor, erigido sobre la fortuna de banqueros, comerciantes de Indias, constructores y navieros. Aquellas gentes parsimoniosas y bien nutridas, a quienes los europeos tildaban de irritables y dispépticas solo porque los caprichos del clima les habían exonerado de carnes superfluas y afilado los nervios, vivían en una apacible molicie cuya superficie jamás se veía alterada por los sórdidos dramas que eventualmente se escenificaban entre las clases inferiores. Por aquellos días, las almas sensibles eran como teclados mudos sobre los cuales tocaba el destino una melodía inaudible. Los Ralston y sus ramificaciones ocupaban una de las áreas más extensas dentro de aquella sociedad compacta de barrios sólidamente construidos. Los Ralston pertenecían a la clase media de origen inglés. No habían llegado a las colonias para morir por un credo, sino para vivir de una cuenta bancaria. El resultado había superado sus expectativas y su religión se había teñido de éxito. El espíritu de compromiso que había encumbrado a los Ralston encajaba a la perfección con una Iglesia de Inglaterra edulcorada que, bajo la conciliadora designación de Iglesia Episcopal de los Estados Unidos de América, suprimía las alusiones impúdicas de las ceremonias nupciales, omitía los pasajes conminatorios del Credo atanasiano y entendía más decoroso rezar el padrenuestro dirigiéndose al Padre mediante el arcaizante pronombre «vos». Extensivo a todo el clan era el rechazo sistemático a las religiones incipientes y a la gente sin referencias. Institucionales hasta la médula, constituían el elemento conservador que sustenta a las sociedades emergentes como la flora marina sustenta la orilla del mar.
La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.Porque Lucy ya le había hecho todo el trabajo. Las puertas serían sacadas de sus goznes; los hombres de Rumpelmayer iban a venir. Y entonces, pensó Clarissa Dalloway, ¡qué mañana! ¿fresca como si fuesen a repartirla a unos niños en la playa. ¡Qué deleite! ¡Qué zambullida! Porque eso era lo que siempre había sentido cuando, con un leve chirrido de goznes, que todavía ahora seguía oyendo, había abierto de golpe las puertaventanas y se había zambullido en el aire libre de Bourton. Qué fresco, qué tranquilo, más que ahora desde luego, estaba el aire en las primeras horas de la mañana; como el aleteo de una ola, el beso de una ola, frío y cortante y sin embargo (para los dieciocho años que tenía entonces), solemne, sintiendo, como sentía allí de pie en la ventana abierta, que algo terrible estaba a punto de suceder; mientras miraba las flores, los árboles, el humo escapando entre su fronda, y a los grajos volando arriba y abajo; de pie y mirando hasta que Peter Walsh dijo: «¿Mirando a las musarañas?» ¿¿eso dijo?¿. «Prefiero a los hombres antes que las musarañas» ¿¿eso dijo? Debió decirlo en el desayuno cuando ella había salido a la terraza. Peter Walsh. Volvería de la India un día de éstos, en junio o julio, había olvidado cuándo, pues sus cartas eran terriblemente pesadas; eran sus dichos lo que una recordaba; sus ojos, su cortaplumas, su sonrisa, su mal genio y, una vez que miles de cosas se habían disipado completamente ¿¡qué cosa tan extraña!¿ unos cuantos dichos como éste, sobre las musarañas. Se irguió un poco sobre el bordillo esperando que pasara el camión de Durtnall. Una mujer encantadora, pensó Scrope Purvis (que la conocía como uno conoce a los vecinos de Westminster); tenía el no sé qué de un pajarillo, del arrendajo, verde azulado, ligera, vivaracha, aunque tenía cincuenta años cumplidos, y muy pálida desde su enfermedad. Ahí estaba ella encaramada, sin verlo, esperando a cruzar, bien erguida.
CAPITÁN ¡Contramaestre! CONTRAMAESTRE ¡Aquí, capitán! ¿Todo bien? CAPITÁN ¡Amigo, llama a la marinería! ¡Date prisa o encallamos! ¡Corre, corre! [Sale. Entran los MARINEROS.] CONTRAMAESTRE¡Ánimo, muchachos! ¡Vamos, valor, ¡Arriad la gavia! ¡Y atentos al silbato del mar abierta, reventad soplando!muchachos! ¡Deprisa, deprisa! capitán! - ¡Vientos, mientras haya[Entran ALONSO, SEBASTIÁN, ANTONIO, FERNANDO, GONZALO y otros.]ALONSO Con cuidado, amigo. ¿Dónde está el capitán? - [A los MARINEROS] ¡Portaos como hombres! CONTRAMAESTRE Os lo ruego, quedaos abajo. ANTONIO Contramaestre, ¿y el capitán? CONTRAMAESTRE ¿No le oís? Estáis estorbando. Volved al camarote. Ayudáis a la tormenta. GONZALOCálmate, amigo. CONTRAMAESTRECuando se calme la mar. ¡Fuera! ¿Qué le importa el título de rey al fiero oleaje? ¡Al camarote, silencio! ¡No molestéis!GONZALO Amigo, recuerda a quién llevas a bordo.
Cuando perdiera en Oriente lo que tiene conquistado más mi dicha que mi gente, y ese hermoso rostro viera, me olvidara y suspendiera; que el cielo en vos vengo a ver, y dejáraislo de ser cuando pena en vos hubiera. No es mi poder infinito, ni soy Gran Señor llamado por serlo de un gran distrito, desde el alemán helado hasta el abrasado Egipto; no porque la Natolía, la Tracia, Armenia y Suría, monte Tauro y mar Hircano está sujeto a mi mano, y desde el Arabia a Hungría; no porque el Tigris pasé, y a Mesopotamia vi, y el Tanais ensangrenté, la gran Rodas destruí, la firme Malta apreté; no porque al Danubio frío ha llegado el poder mío, y hasta la indiana Bengala, ni porque a Sijeto iguala la desventura de Sío; no porque conozcas ya cuántos mi persona adoren, que sobre la luna está, ni que mi favor imploren como si fuese el de Alá; no porque provincias varias me den, aunque en ley contrarias, sedas, aves y caballos; no porque tantos vasallos me rindan tributo y parias; no por perlas, plata y oro y palacios de valor llenos de tanto tesoro; sino porque soy señor de esta hermosura que adoro. como dicen los cristianos, en belleza un serafín, con más dones soberanos que hojas tiene este jardín? Si toda la perfección que la parte celestial puede dar por infusión a una criatura mortal tuviera mi discreción, y vos fuérades un hombre, porque mi amor os asombre, procedido humildemente, y tan pobre entre la gente que no tuviérades nombre, y otro, cual vos sois ahora, de sus reinos me quisiera para universal señora, a ese talle me rindiera, que es lo que mi alma adora. ¿Cómo en el baño os ha ido?
IRENE: Cesen, griegos, las trompetas; cesen las cajas también; haced los pífanos rajes y los clarines romped; abatid los estandartes y no los enarboléis, que el placer de mis victorias ya es pesar y no placer. ¡Ay, Constantinopla ingrata, patria a tus hijos crüel! ¿Éste es mi recibimiento? ¿Éste el triunfo imperial es? ¿Así mis hazañas pagas, cuando entrar en ti pensé sobre el victorioso carro entre el bélico tropel? ¿Cuando entendí que el senado, debajo el palio y dosel me llevara a Santa Sofia yo a caballo y él a pie, y adornando tus paredes de damasco y brocatel, tus calles, de flores llenas, fueran calles de un vergel? ¿Agora, cuando aguardaba recibir el parabién de tantos reinos ganados, tantos cetros a mis pies; ahora, senado ingrato; ahora, griego sin ley, el imperio me quitáis porque mi hijo goce de él? Yo le quiero coronar, pues vosotros lo queréis, descubra su excelso trono el imperial sumiller, y ruego al cielo que os rija, vasallos griegos, tan bien, que defienda vuestro imperio sin que me hayáis menester.
Kate Clephane despertó, como de costumbre, cuando un rayo del sol de la costa Azul cayó en diagonal sobre su cama. Eso era lo que más le gustaba de la habitación estrecha y deslucida del hotel de tercera categoría, el hotel de Minorque et de l¿Univers: que por la ventana se filtrase el sol de la mañana y que además no lo hiciese demasiado temprano. Los amaneceres se habían acabado para Kate Clephane. Estaban ligados a demasiados placeres perdidos: al regreso a casa de fiestas en las que había bailado hasta caer rendida, o de cenas en las que se había demorado, contando las ganancias obtenidas (era maravilloso en los viejos tiempos la frecuencia con la que había ganado, o sus amigos lo habían hecho por ella, tras apostar un luis solo por diversión, y había terminado con las manos a rebosar de billetes de mil francos); estaban ligados, asimismo, a aquellas subidas por la pendiente a través de la penumbra gris cada vez más clara del jardín, cuando los asaltaba la fragancia de los arbustos y se enredaban en las insidiosas espinas, hasta llegar a lo alto, a la villa encaramada en la roca recalentada y después en la puerta, a la sombra del Laurustinus con olor a miel, aquel beso inesperado (de verdad que sí, inesperado, porque hacía tiempo que lo acordado era ser «solo amigos») y el intento de zafarse del brazo insistente, y la nueva presión sobre sus labios de otros lo bastante jóvenes para conservar la frescura tras una noche de beber y de jugar y de seguir bebiendo. Nunca había permitido que Chris entrase con ella a esas horas, no, ni una sola vez, aunque en aquel momento no estuviese en la casa nadie más que Julie, la cocinera, y Dios sabía que no era por falta de¿ Pero siempre había tenido su orgullo: y eso era algo que la gente debería tener presente antes de decir ciertas cosas de ellä
ORDOÑO: ¿Conde? LISUARDO: ¡Señor! ORDOÑO: Escuchad. La memoria de los reyes hace asegurar las leyes del temor y la lealtad, con el premio y el castigo que son los polos por donde suelen navegarse, conde, estos dos mares que digo. Porque la difinición de la justicia es igual medida que cada cual con la pena o galardón da lo que le toca. Yo estoy de vos obligado, y vos no tan bien pagado como el valor mereció de vuestra heroica persona, puesto que para pagallo es poco con tal vasallo partir, conde, la corona, y por ver si corresponde la paga al valor igual, quiero hacer un memorial de vuestros servicios, conde. Cuando el moro de Navarra, en ofensa de León quiso hacer ostentación de su persona bizarra, saliendo yo con la mía del marte alarbe navarro, al paso, vos tan bizarro anduvistes aquel día que nos dimos la batalla, que cuerpo a cuerpe le distes muerte y en fuga pusistes toda la alarbe canalla; y tanta africana luna metistes de esta ocasión arrastrando por León, que envidié vuestra fortuna más que la de haber nacido rey, en fin, porque es mayor imperio el que da el valor que el que en la tierra han tenido los príncipes que nacieron con la dicha de heredallo; que a tan valiente vasallo reyes llegar no pudieron. Cuando sobre el feudo entró Garci Fernández, el conde de Castilla, hasta adonde el Esla los pies bañó a sus soberbios caballos, sobre la puente del río no mostró el romano brío de Horacio para estorballos el paso más valentía que vos, pues a voces dijo que erais rayo, que erais hijo del sol, Castilla, aquel día. Cuando el moro cordobés las cien doncellas pidió que Mauregato le dio, rey infame, vil leonés, y le obligó mi respuesta a que pusiese en campaña de la morisma de España cuanta gente al arco apresta, adarga embraza y empuña, lanza jineta aprestando otro berberisco bando por la gallega Coruña haciendo empeñar el suelo y que el África se asombre, ¿no levantastes el nombre de Ordoño segundo al cielo? Si estos los servicios son del conde don Lisuardo, y hacerle merced aguardo, una Infanta de León, legítima hermana mía, sola los basta a pagar, y hoy la mano os he de dar; de más de que merecía vuestra sangre este favor, que no será la primera que honrar vuestra casa espera.
BELTRÁN: Con bien vengas, hijo mío. GARCÍA: Dame la mano, señor. BELTRÁN: ¿Cómo vives? GARCÍA: El calor del ardiente y seco estío me ha afligido de tal suerte que no pudiera llevallo, señor, a no mitigallo con la esperanza de verte. BELTRÁN: Entra, pues, a descansar. Dios te guarde. ¡Qué hombre vienes! ¡Tristán! TRISTÁN: ¿Señor? BELTRÁN: Dueño tienes nuevo ya de quien cuidar. Sirve desde hoy a García;que tú eres diestro en la corte y él bisoño.TRISTÁN: En lo que importa, yo le serviré de guía. BELTRÁN: No es crïado el que te doy; mas consejero y amigo. GARCÍA: Tendrá ese lugar conmigo. TRISTÁN: Vuestro humilde esclavo soy.
VICENTE: Llama, Luzón, a mi hermana. LUZÓN: Según venimos de tarde, pues ya asoma la mañana, cansada de que te aguarde la doncella a la ventana, o el esclavo a la escalera, se habrán echado a dormir. VICENTE: Jugué y perdí. Esta primera nos tiene de consumir bolsa y vida. Sales fuera de casa al anochecer, mudándote hasta las cintas, y, como estás sin mujer, ya a la polla, ya a las pintas, damos los dos en perder, yo, paciencia, y tú, dinero. Volvémonos a cenar cuando sale el jornalero, segunda vez, a almorzar. Llamando al alba el lucero, aguárdate mi señora, que, en fe de lo que te ama, sin ti lo que es sueño ignora, dando treguas a la cama y nieve a la cantimplora. Entras con llave maestra, cenas a las dos o tres, duermes hasta que el sol muestra el cahiz al reloj que es tasa de la vida nuestra. Si la campana te avisa de nuestra iglesia mayor, cuando es fiesta, oyes de prisa a un clérigo cazador, que dice en guarismo misa. Hincas encima del guante una rodilla, y sobre él más que rezador, mirante, volatines de un coredel pasan cuentas cada instante; que, de oraciones vacías como cuentas las llamaron la dan, por no estar baldías más de las damas que entraron, que de las Ave-Marías. Oyes a don Juan mentiras; mientras alza el sacerdote, a doña Brígida miras; si te dio cara, picóte; si no te la dio, suspiras; y apenas la bendición con el Ite, missa est da fin a la devoción, cuando salís dos o tres, y, en buena conversación el portazgo o alcabala cobrando de cada una, la murmuración señala si es doña Inés importuna, si doña Clara regala, si se afeita doña Elena, si ésta sale bien vestida, si estotra es blanca o morena. ¡Mira tú si es esta vida para un Flos Sanctorum buena!
JOSEFO: Después de besar tus pies, que en el humano teatro siempre, invencible Antipatro, pisando coronas ves; porque a la Fortuna des las gracias de tu grandeza y porque estimes la alteza de tus inmortales glorias, en premio de tus vitorias te da el Amor su belleza. Contra su rueda voltaria has triunfado de Idumea, conquistado a Galilea y sujetado a Samaria; y porque con dicha varia la vejez que se te atreve al templo tus triunfos lleve del tiempo inmortal tesoro, hijos te dio en siglos de oro restauración de tu nieve. Dióte al príncipe Faselo, fénix nuevo en quien se ve tu imagen, y a Salomé, bella exhalación del cielo; dióte a Herodes, que en el suelo, mientras a Alejandro imita, para que con él compita, y el mundo admire su fama, en vez de Alejandro llama a Herodes Ascalonita. Filipo al nacerle un hijo asombro de Babilonia y blasón de Macedonia, que era venturoso dijo, no tanto porque predijo en él su gloria real, cuanto porque en tiempo tal Aristóteles vivía, porque a su filosofía su valor hiciese igual. Pero tú con más certeza decirlo puedes mejor, pues cría a un tiempo el Amor, si hijos tú, Judá belleza; que si la naturaleza hace con ellos seguras de Dios en vivas figuras imágines naturales, suerte es que para hijos tales te dé tales hermosuras.
En el año 1872, la casa número 7 de Saville-Row, Burlington Gardens ¿ donde murió Sheridan en 1814¿ estaba habitada por Phileas Fogg, quien a pesar de que parecía haber tomado el partido de no hacer nada que pudiese llamar la atención, era uno de los miembros más notables y singulares del Reform Club de Londres. Por consiguiente, Phileas Fogg, personaje enigmático y del cual sólo se sabía que era un hombre muy galante y de los más cumplidos gentlemen de la alta sociedad inglesa, sucedía a uno de los más grandes oradores que honran a Inglaterra. Decíase que se daba un aire a lo Byron ¿ su cabeza, se entiende, porque, en cuanto a los pies, no tenía defecto algunö, pero a un Byron de bigote y patillas, a un Byron impasible, que hubiera vivido mil años sin envejecer. Phileas Fogg, era inglés de pura cepa; pero quizás no había nacido en Londres. Jamás se le había visto en la Bolsa ni en el Banco, ni en ninguno de los despachos mercantiles de la City. Ni las dársenas ni los docks de Londres recibieron nunca un navío cuyo armador fuese Phileas Fogg. Este caballero no figuraba en ningún comité de administración. Su nombre nunca se había oído en un colegio de abogados, ni de en Gray's Inn. Nunca informó en la Audiencia del canciller, ni en el Banco de la Reina, ni en el Echequer, ni en los Tribunales Eclesiásticos. No era ni industrial, ni negociante, ni mercader, ni agricultor. No formaba parte ni del Instituto Real de la Gran Bretaña ni del Instituto de Londres, ni del Instituto de los Artistas, ni del Instituto Russel, ni del Instituto Literario del Oeste, ni del Instituto de Derecho, ni de ese Instituto de las Ciencias y las Artes Reunidas que está colocado bajo la protección de Su Graciosa Majestad. En fin, no pertenecía a ninguna de las numerosas Sociedades que pueblan la capital de Inglaterra, desde la Sociedad de la Armónica hasta la Sociedad Entomológica, fundada principalmente con el fin de destruir los insectos nocivos.
Mujeres dieron a Roma los reyes y los quitaron. Diolos Silvia, virgen, deshonesta; quitolos Lucrecia, mujer casada y casta. Diolos un delito; quitolos una virtud. El primero fue Rómulo; el postrero, Tarquino. A este sexo ha debido siempre el mundo la pérdida y la restauración, las quejas y el agradecimiento. Es la mujer compañía forzosa que se ha de guardar con recato, se ha de gozar con amor y se ha de comunicar con sospecha. Si las tratan bien, algunas son malas. Si las tratan mal, muchas son peores. Aquél es avisado, que usa de sus caricias y no se fía dellas. Más pueden con algunos reyes, que con los otros hombres, porque pueden más que los otros hombres los reyes. Los hombres pueden ser traidores a los reyes, las mujeres hacen que los reyes sean traidores a sí mismos, y justifican contra sus vidas las traiciones. Cláusula es ésta que tiene tantos testigos como letores He referido primero la descendencia de Marco Bruto que los padres, porque en el nombre y en el hecho más pareció parto desta memoria que de aquel vientre. Tenía Bruto estatua; mas la estatua no tenía Bruto, hasta que fue simulacro duplicado de Marco y de Junio. No pusieron los romanos aquel bulto en el Capitolio tanto para imagen de Junio como para consejo de bronce de Marco Bruto. Fuera ociosa idolatría si sólo acordara de lo que hizo el muerto y no amonestara lo que debía hacer al vivo. Dichosa fue esta estatua, merecida del uno y obedecida del otro. No le faltó estatua a Marco Bruto, que en Milán se la erigieron de bronce; y pasando César Octaviano por aquella ciudad, y viéndola, dijo a los magistrados:-Vosotros no me sois leales, pues honráis a mi enemigo en mi presencia.Ellos, turbados por no entenderle, dijeron que dijese quién era su enemigo. Señaló César la estatua de Marco Bruto. Afligiéronse todos, y César, riendo, alabó a los insubres, porque aun después de la adversidad honraban los amigos; y mandó no quitasen la estatua de su lugar, dando a entender generosamente que vivía de manera que tampoco le aborreció vivo.
A los pocos días supo Amparo en la Granera, convento laico donde nada se ignora, que Chinto andaba pretendiendo ingresar en el taller de la picadura. Empezó a correr y comentarse en la Fábrica la leyenda del mozo transido de amor que por estar cerca de su adorado tormento se metía en los infiernos del picado, en el lugar doliente a cuya puerta hay que dejar toda esperanza. De qué manera se las compuso Chinto para lograr su deseo, no hace al caso: lo cierto es que obtuvo la plaza, y que Amparo se lo encontró frecuentemente a la entrada y a la salida, triste como can apaleado por su amo, y sin que le dijese nunca más palabras que «Adiós, mujer... vayas muy dichosa». No cabía que Amparo, generosa de suyo, dejase de ser la primera en trabar otra vez conversación con él: hablaron de cosas indiferentes, de sus respectivas labores, y Amparo prometió visitar el taller de Chinto: que con venir diariamente a la Granera, no lo conocía aún. La Comadreja la acompañó en la visita. Descendieron juntas al piso inferior, con propósito de aprovechar la ocasión y verlo todo. Si los pitillos eran el Paraíso y los cigarros comunes el Purgatorio, la analogía continuaba en los talleres bajos, que merecían el nombre de Infierno. Es verdad que abajo estaban las largas salas del oreo, y sus simétricos y pulcros estantes; el despacho del jefe, y el cuadro de las armas de España trabajadas con cigarros, orgullo de la Fábrica; los almacenes; las oficinas; pero también el lóbrego taller del desvenado y el espantoso taller de la picadura.
AMÓN: Quitadme aquestas espuelas y descalzadme estas botas. ELIAZER: Ya de ver murallas rotas, por cuyas escalas vuelas, debes de venir cansado. AMÓN: Es mí padre pertinaz; ni viejo admite la paz, ni mozo quita del lado el acero que desciño. JONADAB: De eso, señor, no te espantes quien descabezó gigantes y comenzó a vencer niño, si es otra naturaleza la poderosa costumbre, viejo, tendrá pesadumbre con la paz. ELIAZER: A la grandeza del reino que le corona por sus hazañas subió. AMÓN: No soy tan soldado yo cual de él la fama pregona. De los amonitas cerque David su idólatra corte; máquinas la industria corte con que a sus muros se acerque; que si en eso se halla bien porque sus reinos mejora, más quiero, Eliazer, una hora de nuestra Jerusalén, que cuantas victorias dan a su nombre eterna fama.
Turiddu Macca, el hijo de la "señá" Anuncia, al volver de servir al rey, pavoneábase todos los domingos en la plaza, con su uniforme de tirador y su gorro rojo, que parecía "talmente" el hombre de la buenaventura cuando saca la jaula de los canarios. A las mozas íbanseles tras él los ojos, según entraban en misa, recatadas bajo la mantilla, y los chiquillos revoloteaban como moscas a su alrededor. Había traído hasta una pipa con el rey a caballo, que parecía de verdad, y encendía los fósforos en la trasera de los pantalones, levantando la pierna como si diese un puntapié. Mas, con todo, Lola la del señor Angel no se dejaba ver ni en misa ni en el balcón: que se había tomado los dichos con uno de Licodia que era carretero, y tenía en la cuadra cuatro machos del Sortino. Cuando Turiddu lo supo, en el primer pronto, ¡santo diablo!, quería sacarle las tripas al de Licodia; pero no lo hizo, y se desahogó yendo a cantar bajo la ventana de la bella cuantas canciones de desdenes sabía.¿ ¿Es que no tiene nada que hacer Turiddu, el de la "seña" Anuncia ¿ decían los vecinos ¿, que se pasa las noches cantando como un gorrión solitario?Al cabo, topó con Lola, que volvía del viaje a la Virgen de los Peligros, y que al verle ni palideció ni se puso colorada, cual si nada hubiera pasado.¿ ¡Ojos que te ven!¿ le dijo.¿ Hola, compadre Turiddu; ya me habían dicho que habías vuelto a primeros de mes.¿ ¡A mí me han dicho otras cosas! ¿ respondió ¿. ¿Es verdad que te casas con el compadre Alfio el carretero?¿ ¡Si es la voluntad de Dios...! ¿ contestó Lola, juntando sobre la barbilla las dos puntas del pañuelo.¿ ¡La voluntad de Dios la haces con el tira y afloja que te conviene! ¡Y la voluntad de Dios ha sido que yo tenía que venir de tan lejos para encontrarme con tan buenas noticias, Lola!El pobrecillo intentaba aún dárselas de valiente; pero la voz casi le faltaba e iba tras de la moza contoneándose, bailándole de hombro a hombro la borla del gorro. A ella, en conciencia, le dolía verle con una cara tan larga; pero no tenía ánimos para lisonjearle con buenas palabras.
El coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Pozas. Impulsado por el egoísta deseo de tomar asiento antes que las demás personas movidas de iguales intenciones, eché mano a la barra que sustenta la escalera de la imperial, puse el pie en la plataforma y subí; pero en el mismo instante ¡oh previsión! tropecé con otro viajero que por el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco a mi amigo el Sr. D. Dionisio Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva como discreta, que tuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con un sincero y entusiasta apretón de manos.Nuestro inesperado choque no había tenido consecuencias de consideración, si se exceptúa la abolladura parcial de cierto sombrero de paja puesto en la extremidad de una cabeza de mujer inglesa, que tras de mi amigo intentaba subir, y que sufrió sin duda por falta de agilidad, el rechazo de su bastón.Nos sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos a charlar. El Sr. D. Dionisio Cascajares es un médico afamado, aunque no por la profundidad de sus conocimientos patológicos, y un hombre de bien, pues jamás se dijo de él que fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar a sus semejantes por otros medios que por los de su peligrosa y científica profesión. Bien puede asegurarse que la amenidad de su trato y el complaciente sistema de no dar a los enfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causa de la confianza que inspira a multitud de familias de todas jerarquías, mayormente cuando también es fama que en su bondad sin límites presta servicios ajenos a la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamente honesta.Nadie sabe como él sucesos interesantes que no pertenecen al dominio público, ni ninguno tiene en más estupendo grado la manía de preguntar, si bien este vicio de exagerada inquisitividad se compensa en él por la prontitud con que dice cuanto sabe, sin que los demás se tomen el trabajo de preguntárselo. Júzguese por esto si la compañía de tan hermoso ejemplar de la ligereza humana será solicitada por los curiosos y por los lenguaraces.
Tengo más años, desde hace cuatro, que los que exige Benvenuto para la empresa. Así doy comienzo a estos apuntamientos que más tarde han de desenvolverse mayor y más detalladamente.En la catedral de León, de Nicaragua, en la América Central, se encuentra la fe de bautismo de Félix Rubén, hijo legítimo de Manuel García y Rosa Sarmiento. En realidad, mi nombre debía ser Félix Rubén García Sarmiento. ¿Cómo llegó a usarse en mi familia el apellido Darío? Según lo que algunos ancianos de aquella ciudad de mi infancia me han referido, un mi tatarabuelo tenía por nombre Darío. En la pequeña población conocíale todo el mundo por Don Darío; a sus hijos e hijas por los Daríos, las Daríos. Fue así desapareciendo el primer apellido, a punto de que mi bisabuela paterna firmaba ya Rita Darío; y ello convertido en patronímico llegó a adquirir valor legal, pues mi padre, que era comerciante, realizó todos sus negocios ya con el nombre de Manuel Darío; y en la catedral a que me he referido, en los cuadros donados por mi tía Doña Rita Darío de Alvarado, se ve escrito su nombre de tal manera.El matrimonio de Manuel García -diré mejor de Manuel Darío- y Rosa Sarmiento, fue un matrimonio de conveniencia, hecho por la familia. Así no es de extrañar que a los ocho meses más o menos de esa unión forzada y sin efecto, viniese la separación. Un mes después nacía yo en un pueblecito, o más bien aldea, de la provincia, o como allá se dice, departamento, de la Nueva Segovia, llamado antaño Chocoyos y hoy Metapa.
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