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Son tan estrechas las calles que van del Strand al Embankment que no es conveniente que las parejas paseen por ellas cogidas del brazo. Haciéndolo, exponen a los empleadillos de tres al cuarto a meterse en los charcos, en su afán por adelantarles, o a recibir ellos un empujón u oír alguna frase, no siempre muy gramatical, de boca de las oficinistas en su apresurado camino. En las calles de Londres, la belleza pasa desapercibida, pero la excentricidad paga un elevado tributo. Es preferible que la estatura, porte y físico sean normales, con tendencia a lo vulgar; y en cuanto a la indumentaria, conviene que no llame la atención bajo ningún concepto. Una tarde otoñal, a la hora en que el tráfico empezaba a intensificarse, un hombre, que llamaba la atención por su elevada estatura, paseaba con una mujer prendida a su brazo. A su alrededor, y asaltándoles con airadas miradas, rebullían, como hormigas en su marcha incesante, una multitud de seres que parecían diminutos en comparación con la esbelta pareja. Esos seres insignificantes, cargados con papeles, carpetas de documentos y preocupaciones, correteaban pendientes de la obsesión de que su salario semanal dependía única y exclusivamente de su eficacia. Eso explica que miraran con poca benevolencia la excepcional estatura del señor Ambrose y la capa de su esposa, que se interponían en su febril actividad.
Era una tarde de enero de comienzos de los años setenta. Christine Nilsson cantaba Fausto en el teatro de la Academia de Música de Nueva York. Aunque ya había rumores acerca de la construcción ¿a distancias metropolitanas bastante remotas, "más allá de la calle Cuarenta"¿ de un nuevo Teatro de la Opera que competiría en suntuosidad y esplendor con los de las grandes capitales europeas, al público elegante aún le bastaba con llenar todos los inviernos los raídos palcos color rojo y dorado de la vieja y acogedora Academia. Los más tradicionales le tenían cariño precisamente por ser pequeña e incómoda, lo que alejaba a los "nuevos ricos" a quienes Nueva York empezaba a temer, aunque, al mismo tiempo, le simpatizaban. Por su parte, los sentimentales se aferraban a la Academia por sus reminiscencias históricas, y a su vez los melómanos la adoraban por su excelente acústica, una cualidad tan problemática en salas construidas para escuchar música. Madame Nilsson debutaba allí ese invierno, y lo que la prensa acostumbraba a llamar "un público excepcionalmente conocedor" había acudido a escucharla, atravesando las calles resbaladizas y llenas de nieve en berlinas particulares, espaciosos landós familiares, o en el humilde pero práctico coupé Brown. Ir a la ópera en este último vehículo era casi tan decoroso como hacerlo en carruaje propio; y retirarse de igual manera tenía la inmensa ventaja de permitir (con una alusión jocosa a los principios democráticos) trepar en el primer transporte Brown de la fila, en vez de esperar hasta que apareciera la nariz congelada por el frío y congestionada por el alcohol del cochero particular reluciendo bajo el pórtico del Teatro. Una de las mejores intuiciones del cochero de alquiler fue descubrir que los norteamericanos desean alejarse de sus diversiones aún con mayor prontitud que llegar a ellas
La lamparilla, en su cuernacilla azulada, ardía sobre la chimenea, tras un libro cuya sombra oscurecía la mitad de la habitación. Daba una claridad tranquila que recortaba el velador y el canapé, perfilaba los amplios pliegues de los cortinones de terciopelo y azuleaba el espejo del armario de palisandro colocado entre las dos ventanas. La armonía burguesa de la pieza, el azul del tapizado de los muebles y de la alfombra, a esta hora nocturna, adquirían una indecisa suavidad de nube. Frente a las ventanas, en la parte en sombra, la cama, igualmente cubierta de terciopelo, formaba una masa negra, iluminada solamente por la palidez de las sábanas. Elena, con las manos cruzadas, respiraba suavemente en una actitud tranquila de madre y de viuda. En medio del silencio, el reloj dio la una. Los rumores del barrio habían muerto. Hasta estas alturas del Trocadero, París enviaba tan sólo su lejano ronquido. La leve respiración de Elena era tan suave, que no llegaba a agitar la línea casta de su pecho. Dormitaba en un sueño delicioso, tranquilo y firme, con su perfil correcto, sus cabellos castaños firmemente anudados, la cabeza inclinada, como si se hubiese dormido mientras estaba escuchando. Al fondo de la habitación, la puerta de un gabinete, abierta de par en par, agujereaba la pared con su cuadro en tinieblas.
En aquella época, 1885, cuarenta y seis años después de haber sido ocupada por Gran Bretaña, que hizo de ella una dependencia de Nueva Gales del sur, a los treinta y dos años de haber conquistado su autonomía, Nueva Zelanda se sentía devorada aún por la fiebre endémica del oro. Los desórdenes que engendró aquella fiebre no fueron tan destructores como en ciertas provincias del continente australiano. Sin embargo, hubo que lamentar algunas turbulencias que conmovieron el espíritu de la población de ambas islas. La provincia de Otago, que comprende la parte meridional de Tawaï-Pounamou, fue invadida por los buscadores de oro. Los yacimientos de Dutha atrajeron un gran número de aventureros. Para dar cuenta del febril movimiento minero de Nueva Zelanda, bastará decir que las extracciones auríferas desde 1814 a 1889 produjeron un rendimiento de 1200 millones de dólares. No solamente los australianos y los chinos caían sobre los ricos territorios como bandadas de aves de rapiña; también los americanos y los europeos abundaban. ¿Se extrañará alguien de que las tripulaciones de los barcos mercantes que hacían sus escalas en Auckland, Wellington, Christchurch, Napier, Invercargill y Dunedin no pudieran sustraerse a esta atracción desde su llegada al puerto?¿
BELISA: Baja los ojos al suelo, porque sólo has de mirar la tierra que has de pisar. FENISA: ¡Qué! ¿No he de mirar al cielo? BELISA: No repliques bachillera. FENISA: Pues ¿no quieres que me asombre? Crïó Dios derecho al hombre porque el cielo ver pudiera; y de su poder sagrado fue advertencia singular, para que viese el lugar para donde fue crïado. Los animales, que el cielo para la tierra crïó, miren el suelo; mas yo ¿por qué he de mirar al suelo? BELISA: Mirar al cielo podrás con sólo el entendimiento; que un honesto pensamiento mira la tierra no más. La vergüenza en la doncella es un tesoro divino. Con ella a mil bienes vino, y a dos mil males sin ella. Cuando quieras contemplar en el cielo, en tu aposento con mucho recogimiento, tendrás, Fenisa, lugar. Desde allí contemplarás de su grandeza el proceso.
Durante las noches de invierno no cesa el ruido en la calle de Saint-Honoré sino por un momento; los hortelanos prolongan por ella, según van al Mercado Central, el ajetreo de los coches que vuelven de los espectáculos o los bailes. En medio de ese calderón que, en la gran sinfonía del barullo parisino, aparece a eso de la una de la madrugada, a la mujer del señor César Birotteau, perfumista con comercio cerca de la plaza de Vendôme, la despertó sobresaltada un sueño espantoso. La perfumista se vio por partida doble: se contempló cubierta de andrajos, girando con mano consumida el picaporte de su propia tienda, en la que se hallaba, al tiempo, en el umbral de la puerta y sentada en su sillón junto al mostrador; pedía limosna, se oía hablar a sí misma desde la puerta y en el mostrador. Quiso agarrar a su marido y puso la mano en un sitio frío. Tan intenso miedo sintió entonces que no pudo mover el cuello, pues se le quedó petrificado; se le pegaron las paredes de la garganta y le falló la voz; se quedó sentada, clavada en la cama, con los ojos dilatados y la mirada fija, el pelo dolorosamente sensible, los oídos repletos de ruidos raros y el corazón encogido, pero palpitante; en resumen, empapada en sudor y helada en medio de una alcoba que tenía abiertas ambas hojas de la puerta. El miedo es un sentimiento morbífico a medias; oprime de forma tal la maquinaria humana que o las facultades alcanzan súbitamente el grado máximo de fuerza o caen hasta el último grado de desorganización. A la fisiología la sorprendió durante mucho tiempo ese fenómeno, que desbarata sus sistemas y da al traste con sus conjeturas, aunque no por ello deje de ser sencillamente un rayo que le cae por dentro a la persona, aunque, como todos los accidentes eléctricos, sea peculiar y caprichoso en sus formas. Esta explicación se tornará vulgar el día en que los estudiosos admitan el gigantesco papel que desempeña la electricidad en el pensamiento humano.
A la vuelta, entre la aglomeración de carruajes que regresaban por la orilla del lago, la calesa tuvo que marchar al paso. En cierto momento el atasco fue tal que incluso debió detenerse. El sol se ponía en un cielo de octubre, de un gris claro, estriado en el horizonte por menudas nubes. Un último rayo, que caía de los macizos lejanos de la cascada, enfilaba la calzada, bañando con una luz rojiza y pálida la larga sucesión de carruajes inmovilizados. Los resplandores de oro, los reflejos vivos que lanzaban las ruedas parecían haberse fijado a lo largo de las molduras de un amarillo pajizo de la calesa, cuyos paneles azul fuerte reflejaban trozos del paisaje circundante. Y, en lo alto, de plano en la claridad rojiza que los iluminaba por detrás, y que hacía relucir los botones de cobre de sus capotes semidoblados, que caían del pescante, el cochero y el lacayo, con sus libreas azul oscuro, sus calzones crema y sus chalecos de rayas negras y amarillas, estaban erguidos, graves y pacientes, como sirvientes de una gran casa a quienes un atasco de carruajes no consigue enojar. Sus sombreros, adornados con una escarapela negra, tenían una gran dignidad. Sólo los caballos, un soberbio tronco de bayos, resoplaban con impaciencia.
Los hundimientos del subterráneo continuaban con mayor violencia. La bóveda de la galería se desprendía acá y allá en pedazos enormes, que se deshacían al caer y cerraban todas las salidas. El suelo rugía y temblaba sin interrupción. Hubiérase creído presenciar uno de esos espantosos terremotos de las tierras volcánicas del Nuevo Mundo, que destruyen ciudades enteras. Vanda había caído de rodillas, y elevaba sus plegarias al cielo. Paulina, estrechamente enlazada a Polito, le decía: ¿¡Al menos moriremos juntos! Milon bramaba de furor y blandía sus puños enormes repitiendo: ¿¡Ah! los infames fenians!... ¡Los miserables! En cuanto a Marmouset, callado y sombrío, contemplaba a su jefe.
Las páginas de este libro han sido escritas a medida que he ido recorriendo los países a que se refieren. No tengo por lo tanto la pretensión de presentar una obra rigurosamente sujeta a un plan de unidad, sino una sucesión de cuadros tomados en el momento de reflejarse en mi espíritu por la impresión. Habiéndome el gobierno de mi país hecho el honor de nombrarme su representante cerca de los de Colombia y Venezuela, pensé que una simple narración de mi viaje ofrecería algún interés a los lectores americanos, más al cabo generalmente de lo que sucede en cualquier rincón de Europa, que de los acontecimientos que se desenvuelven en las capitales de la América española.
Don Antonio Nariño era en el virreinato neo-granadino el hombre más elocuente, más instruido, de mayores conocimientos prácticos, más liberal y generoso, más abnegado, mas patriota y más amado entre los santafereños de cuantos existían entonces -en 1790- en la capital de la Colonia. Su popularidad en Cundinamarca era general,desde el Virrey en su palacio hasta el último artesano y labriego de la Provincia todos lo querían, le estimaban y escuchaban sus consejos ¡y sin embargo a la vuelta de pocos años todo había cambiado! Las autoridades le proscribieron y confiscaron sus bienes; sus amigos le desconocieron,unos se ocultaron,otros para no sufrir la misma suerte; su familia padeció pobrezas, después de haber gozado del primer puesto en la sociedad santafereña; su honor fué sospechado y la calumnia le persiguió hasta los últimos días de su azarosa existencia.A pesar de sus virtudes públicas y privadas la suerte, con poquísimas excepciones, siempre le fué adversa; sufrió prisiones, humillaciones, tristezas continuas durante treinta años, todo por aquel inmarcesible amor cine abrigaba en su corazón por sus ingratos compatriotas. Siempre vio frustrados sus planes: vio arrancar de su frente las coronas de gloria cine justamente deberían ceñirla y vio postergado su nombre en favor de rivales políticos que merecían menos que él vivir en el corazón de los neogranadinos. Durante su dramática existencia Nariño siempre olvidó sus propios intereses para trabajar en dar independencia á su patria; por ella luchó incesantemente, se arruinó padeció Penalidades sin cuento, hambres, enfermedades, cadenas que le hicieron perder en parte el uso de sus miembros y acabaron por llevarle á la tumba; por ella había abandonado la felicidad, los honores, hasta abatir su dignidad y su orgullo para poder llevar avante su idea y poder decir al expirar que el amor que tuvo á su patria algún día lo revelaría la historia. ¿Esta acaso lo ha revelado debidamente todavía?
Cuando K llegó era noche cerrada. El pueblo estaba cubierto por una espesa capa de nieve. Del castillo no se podía ver nada, la niebla y la oscuridad lo rodeaban, ni siquiera el más débil rayo de luz delataba su presencia. K permaneció largo tiempo en el puente de madera que conducía desde la carretera principal al pueblo elevando su mirada hacia un vacío aparente. Se dedicó a buscar un alojamiento; en la posada aún estaban despiertos, el hostelero no tenía ninguna habitación para alquilar, pero permitió, sorprendido y confuso por el tardío huésped, que K durmiese en la sala sobre un jergón de paja. K se mostró conforme. Algunos campesinos aún estaban sentados delante de sus cervezas pero él no quería conversar con nadie, así que él mismo cogió el jergón del desván y lo situó cerca de la estufa. Hacía calor, los campesinos permanecían en silencio, aún los examinó un rato con los ojos cansados antes de dormirse.
REY Ya solos hemos quedado; padre, tomad, pues, asiento; tomad, que abriros intento hoy mi pecho acongojado.(FROILÁN toma un sillón, y se sienta al lado del REY.)Bien lo veis: funesto mal mi triste vida consume, y en vano el arte presume parar mi instante fatal: no me importa, venga, vuele; mas bien temo su tardanza: en Dios pongo mi confianza; sólo mi nación me duele. FROILÁN Señor, no habléis de esa suerte, ni cedáis al desconsuelo: mirad que ofendéis al cielo así invocando a la muerte. REY ¡Yo invocarla...! Padre, no: lejos de mí tal pecado; mas si hay un rey desgraciado, ése sin duda soy yo. FROILÁN ¿Por qué, señor...? ¿Hay alguno que en poder con vos se iguale? Pues ¿cuál otro cetro vale el cetro español...? Ninguno. Leyes os miran dictar al uno y otro hemisferio, y jamás en vuestro imperio el sol deja de alumbrar. Con raudales de oro y plata todo un mundo os enriquece: ¿quién tributos no os ofrece? ¿Quién no os respeta y acata?
Habiendo considerado que todos dedican sus libros con dos fines que pocas veces se apartan, el uno, de que la tal persona ayude para la impresión con su bendita limosna; el otro, de que ampare la obra de los murmuradores; y considerando (por haber sido yo murmurador muchos años) que esto no sirve sino de tener dos de quien murmurar, del necio que se persuade que hay autoridad de que los maldicientes hagan caso, y del presumido que paga con su dinero esta lisonja, me he determinado a escribille a trochimoche y a dedicalle a tontas y a locas, y suceda lo que sucediere, que el que le compra y murmura, primero hace burla de sí, que gastó mal el dinero, que del autor, que se le hizo gastar mal. Y digan y hagan lo que quisieren los mecenas, que como nunca los he visto andar a cachetes con los murmuradores sobre si dijo o no dijo, y los veo muy pacíficos de amparo, desmentidos de todas las calumnias que hacen a sus encomendados, sin acordarse del libro del duelo, más he querido atreverme que engañarme. Hagan todos lo que quisieren de mi libro, pues yo he dicho lo que he querido de todos. Adiós, mecenas, que me despido de dedicatoria.
Ni se necesita compulsar prolijamente los tratadistas más autorizados de cosas de salones, para adquirir la certidumbre de que las señoras del Águila permanecieron algún tiempo en la obscuridad, como avergonzadas, después de su cambio de fortuna. Mieles no las cita hasta muy entrado Marzo, y el Pajecillo las nombra por primera vez enumerando las mesas de petitorio en Jueves Santo, en una de las más aristocráticas iglesias de esta Corte. Para encontrar noticias claras de épocas más próximas al casamiento, hay que recurrir al ya citado Juan de Madrid, uno de los más activos y al propio tiempo más guasones historiógrafos de la vida elegante, hombre tan incansable en el comer como en el describir opulentas mesas, y saraos espléndidos. Llevaba el tal un Centón en que apuntando iba todas las frases y modos de hablar que oía a D. Francisco Torquemada (con quien trabó amistad por Donoso y el Marqués de Taramundi), y señalaba con gran escrúpulo de fechas los progresos del transformado usurero en el arte de la conversación. Por los papeles del Licenciado sabemos que desde Noviembre decía D. Francisco a cada momento: así se escribe la historia, velis nolis, la ola revolucionaria, y seamos justos.
¿Es hora de ir a la estación, Tom. ¿Pues, venga, vamos. ¿Oh, yo no voy. Hace mucha humedad y se me desharían los rizos si saliera en un día como este. Quiero estar presentable cuando llegue Polly. ¿No querrás que vaya yo solo y traiga a una desconocida a casa, ¿no? ¿ Tom estaba alarmado, como si su hermana le hubiera propuesto escoltar a una mujer salvaje de Australia. ¿Pues claro que sí. Debes ir a recogerla tú. Y, si no fueras un oso, hasta te gustaría. ¿¡Qué cara que tienes! Supongo que debería ir, pero tú dijiste que también vendrías. ¡La próxima vez no pienso preocuparme por tus amigas! ¡No, señor! ¿Tom se levantó resuelto del sofá pese a su indignación, aunque el efecto de esta quedaba empañado en cierto modo por una cabeza despeinada y por el aparente descuido de sus ropas en general. ¿Venga, no te enfades. Convenceré a mamá para que permita que venga a visitarte ese tal Ned Miller, que tan bien te cae, cuando se haya ido Polly ¿ dijo Fanny con la esperanza de apaciguar su malhumor.
Cartagena ha sido siempre para mi espíritu una de las ciudades más interesantes de Colombia, no tan sólo por su poética belleza, por la amable hospitalidad que siempre he recibido en ella las veces que la he visitado, y por su heroica historia -desde el descubrimiento, al empezar el siglo XVI, hasta los acontecimientos ocurridos allí en el año último-, sino también porque en sus playas vaga para mí el recuerdo de mi padre, a cuyo lado visité en la infancia aquellas magníficas murallas; aquellas ruinas asombrosas de una grandeza que aún no ha muerto. A él oí referir por la vez primera la historia de Cartagena, y lo sucedido allí en la época colonial y en el glorioso sitio de 1815. Estos recuerdos no se han borrado nunca de mi mente.Hacía mucho tiempo que yo deseaba escribir algo por extenso acerca de las tragedias históricas ocurridas en Cartagena; pero no había tenido ocasión de realizar aquella idea, hasta que, al encargarme del folletín de La Nación, se me ocurrió que éste debería contener algunas narraciones histórico-novelescas de interés en la actualidad, y empecé a escribir los cuadros que usted ha tenido la bondad de leer, según entiendo con algún aprecio, no por el escaso mérito que ellos tengan, sino por referirse a su ciudad natal.
MI querido amigo: Mucho siento tener que decir á usted que Monte-Cristo, que oye turbio y que, además, suele distraerse, hubo de engañarse, y tal vez engañó á usted, sin la menor malicia, cuando le aseguró que me había parecido muy bien el Himno á la carne. Ni bien ni mal podía parecerme una obra que yo aún no conocía. Acaso al hablarme Monte-Cristo, yo, que también me distraigo, dije algo, como acostumbro, en alabanza del talento poético de usted, que tan claro me parece, y él lo aplicó al Himno de que me hablaba, y que yo no podía alabar por serme entonces desconocido.Ahora, que ya le conozco, creo de mi deber dar á usted con toda sinceridad y franqueza la opinión que me pide.Muchísimo hay que decir, y he de decirlo, aunque incurra en la nota de pesado.No obstante la pesadez y el desaliño con que irá escrita mi carta, yo consiento en que usted haga de ella lo que guste: ó guardarla para sí, ó rasgarla, ó dejar que el público la lea.Desde luego el título de Himno me desagrada. Un himno es un himno, y catorce sonetos son catorce sonetos. Además, el ir dirigidos á la carne presupone cierta trascendencia teológica ó filosófica que los sonetos apenas tienen.
Entonces, como ahora, el sol hacía su presentación por el campo desolado de Abroñigal, y sus primeros rayos pasaban con movimiento de guadaña, rapando los árboles del Retiro, después los tejados de la Villa Coronada... de abrojos. Cinco de aquellos rayos primeros, enfilando oblicuamente los cinco huecos de la Puerta de Alcalá como espadas llameantes, iluminaron a trechos la vulgar fachada del cuartel de Ingenieros y las cabezas de un pelotón desgarrado de plebe que se movía en la calle alta de Alcalá, llamada también del Pósito. Tan pronto el vago gentío se abalanzaba con impulso de curiosidad hacia el cuartel; tan pronto reculaba hasta dar con la verja del Retiro, empujado por la policía y algunos civiles de a caballo... El buen pueblo de Madrid quería ver, poniendo en ello todo su gusto y su compasión, a los sargentos de San Gil (22 de Junio) sentenciados a muerte por el Consejo de Guerra. La primera tanda de aquellos tristes mártires sin gloria se componía de diez y seis nombres, que fueron brevemente despachados de Consejo, Sentencia y Capilla en el cuartel de Ingenieros, y en la mañana de referencia salían ya para el lugar donde habían de morir a tiros; heroica medicina contra las enfermedades del Principio de Autoridad, que por aquellos días y en otros muchos días de la historia patria padecía crónicos achaques y terribles accesos agudos... Pues los pobres salieron de dos en dos, y conforme traspasaban la puerta eran metidos en simones. Tranquilamente desfilaban estos uno tras otro, como si llevaran convidados a una fiesta. Y verdaderamente convidados eran a morir... y en lugar próximo a la Plaza de Toros, centro de todo bullicio y alegría.
Tendido en el diván, envuelto en la caricia blanda del pijama, satisfecho de sus horas de trabajo y con una felicidad en el corazón, que de tanta, de tanta, casi le dolía..., esperaba y perdía el pensamiento y la mirada hacia el fondo de etérea inmensidad que, cortado por las góticas torres blancas y rojas de San Pablo, el cielo abría sobre el retiro. Las nubes, las torres, las frondas, teñíanse a través de las vidrieras del hall en palidísimos gualdas y rosas y amatistas.Entró Clotilde, la doncellita de pies menudos, de alba cofia, de pelo de ébano. Traía el servicio del té, y se puso en la mesita a disponerlo, avisando que ya llegaba la señora.-¿Y la niña?-Vestida, señor. Va a venir. Va a salir.Un gorjeo de risas, inmediatamente, anunció a Inesita..., precediéndola en el correr mimoso que la dejó colgada al cuello de su padre. Jane, la linda institutriz, quedó digna en la puerta.Pero la niña, espléndida beldad de cinco años, angélica coqueta a gran primor engalanada, huyó pronto los besos locos con que Eliseo desordenábala los bucles, los lazos y flores de la toca.
A un periodista de los de nuevo cuño, de estos que designamos con el exótico nombre de reporter, de estos que corren tras la información, como el galgo a los alcances de la liebre, y persiguen el incendio, la bronca, el suicidio, el crimen cómico o trágico, el hundimiento de un edificio y cuantos sucesos afectan al Orden público y a la Justicia en tiempos comunes, o a la Higiene en días de epidemia, debo el descubrimiento de la casa de huéspedes de la tía Chanfaina (en la fe de bautismo Estefanía), situada en una calle cuya mezquindad y pobreza contrastan del modo más irónico con su altísono y coruscante nombre: calle de las Amazonas. Los que no estén hechos a la eterna guasa de Madrid, la ciudad (o villa) del sarcasmo y las mentiras maleantes, no pararán mientes en la tremenda fatuidad que supone rótulo tan sonoro en calle tan inmunda, ni se detendrán a investigar qué amazonas fueron esas que la bautizaron, ni de dónde vinieron, ni qué demonios se les había perdido en los Madroñales del Oso. He aquí un vacío que mi erudición se apresura a llenar, manifestando con orgullo de sagaz cronista, que en aquellos lugares hubo en tiempos de Mari-Castaña un corral de la Villa, y que de él salieron a caballo, aderezadas al estilo de las heroínas mitológicas, unas comparsas de mujeronas, que concurrieron a los festejos con que celebró Madrid la entrada de la reina doña Isabel de Valois.
La sensacion, considerada en sí, es una mera afeccion interior; pero va casi siempre acompañada de un juicio mas ó menos explícito, mas ó menos notado por el mismo que siente y juzga.Veo dos molduras á una distancia conveniente: no descubro entre ellas ninguna diferencia. Aquí hay dos cosas.1ª. Esa afeccion interior, ó apellídese como se quiera, que llamamos ver. En cuanto á esto, no me cabe ni puede caberme duda. Podré estar dispierto ó dormido, en sano juicio, ó demente; podrán ser las molduras semejantes ó desemejantes, y hasta existir ó no existir; pero en cualquiera de dichas suposiciones, dentro de mí pasa esta representacion que llamo ver las molduras.2ª. Juzgo que en realidad, á mas de la afeccion que experimento, existen las dos molduras, están colocadas en frente de mí, y son ambas de relieve. En esto cabe error: por ejemplo, si duermo, si deliro; si en vez de tenerlas delante, las tengo á la espalda, y me hace ilusion un espejo que me las refleja; si no hay mas que un papel colocado detras de un vidrio cuya construccion es á propósito para que reciba mi retina la misma impresion que con la presencia del objeto; ó si no habiendo ninguna de dichas ilusiones, un pintor hábil ha dado al lienzo la misma apariencia que si fueran de relieve; ó siendo la una de perspectiva, no lo es la otra.
¡Hermosas hijas del Sol, bellas náyades, a quien ninfas de fuentes y ríos Neptuno ha dado el poder en los minados cristales, que de su centro se ven anhelando por salir y anhelando por volver!¡Bellas hijas del Aurora, dulces dríades, en quien ninfas de flores y frutos depositó el rosicler de sus primeros albores en la iluminada tez, que dio la nieve al jazmín y la púrpura al clavel!¿Quién nos busca?¿Quién nos llama?Quien pretende que le deis...Quien que le deis solicita......un felice parabién....una alegre norabuena.¿De qué, sepamos?FAETÓN De que la divina Tetis, hija de Neptuno, que el dosel tal vez de nácar trocó a la copa de un laurel.De que Tetis, hija bella de Anfitrite, que tal vez trocó su nevado alcázar a este divino vergel.FAETÓN EPAFO CORO 1.º CORO 2.º FAETÓN EPAFO FAETÓN EPAFO CORO 1.º Y 2.º EPAFO
Un intrépido marino holandés, vigoroso y frío observador, cuyos días se deslizan en el inmenso Océano, confiesa con franqueza que la primera impresión que se recibe al contemplarlo, es de miedo. Para todo ser terrestre es el agua el elemento no respirable, el elemento de la asfixia. Barrera fatal, eterna, que separa irremediablemente ambos mundos. No nos sorprende, pues, que la gran masa de agua denominada mar, desconocida y tenebrosa en su profundo espesor, se haya aparecido siempre formidable á la humana imaginación.Los orientales sólo ven en ella la amarga sima, la noche del abismo. En todos los idiomas antiguos, desde la India hasta la Irlanda, el nombre de mar es sinónimo de «desierto, noche».¡Qué triste es ver, al caer de la tarde, el sol, alegría del mundo y padre de todo lo criado, ir desapareciendo, eclipsarse entre las ondas! Es el cotidiano duelo del Universo, particularmente del Oeste. En vano es que todos los días presenciemos el mismo espectáculo; siempre ejerce en nosotros igual influjo, idéntico efecto melancólico.
Sucedía en Megara, arrabal de Cartago, en los jardines de Amílcar.Los soldados que éste había capitaneado en Sicilia celebraban con un gran festín el aniversario de la batalla de Eryx, y como el jefe se hallaba ausente y los soldados eran numerosos, comían y bebían a sus anchas. Los capitanes, calzados con coturnos de bronce, se habían colocado en el sendero central, bajo un velo de púrpura con franjas doradas que se extendían desde la pared de las cuadras hasta la primera azotea del palacio. La soldadesca se hallaba esparcida a la sombra de los árboles, desde donde se veía una serie de edificios de techumbre plana, lagares, bodegas, almacenes, tahonas y arsenales, con un patio para los elefantes, fosos para las fieras y una cárcel para los esclavos. En torno a las cocinas se alzaban unas higueras, y un bosquecillo de sicómoros llegaba hasta una verde espesura, donde las granadas resplandecían entre los copos blancos de los algodoneros. Parras cargadas de racimos trepaban por entre el ramaje de los pinos; un vergel de rosas florecía bajo los plátanos; de trecho en trecho, sobre el césped, se balanceaban las azucenas; cubría los senderos una arena negra, mezclada con polvo de coral, y de un extremo a otro, en medio del jardín, la avenida de los cipreses formaba como una doble columnata de obeliscos verdes.
MAESTRO DE MÚSICA, INDIVIDUO DE NÚMERO DE LA REAL ACADEMIA DE BELLAS ARTES, COMENDADOR DE LA REAL Y DISTINGUIDA ORDEN DE CARLOS III, Y DE NÚMERO DE LA DE ISABEL LA CATÓLICA.Mi muy querido Mariano: Juntos hemos hecho, no sólo algunos de los viajes que menciono en la presente obra, como el de Madrid á Toledo y el de El Escorial á Ávila, sino también el muy más importante de la adolescencia hasta la vejez, pasando por los desiertos de la ambición.....Saliste tú de aquella metódica y bendita casa de la calle de Recogidas de Granada, en donde, puedo decir que sin maestro, aprendiste á interpretar las sublimes creaciones del Haydn español, ó sea del maestro Palacios, del colosal Beethoven, del profundo Weber, del apasionado Schubert y de otros grandes compositores casi desconocidos entonces en nuestra Península; y salí yo de mi seminario eclesiástico de Guadix (fundado sobre las ruinas de un palacio moro), llevando en pugna dentro de mi agitado cerebro á Santo Tomás y á Rousseau, á Job y á lord Byron, á Fr. Luis de León y á Balzac, á Savonarola y á Aben-Humeya.....
Levantábase tarde, y después de dar cuerda a sus relojes, se ponía a disposición del peluquero, quien en poco más de hora y media le arreglaba la cabeza por fuera, que por dentro sólo Dios pudiera hacerlo. Luego daba al reloj de su cuerpo la cuerda del necesario alimento, como decía Comella, la cual cuerda pasaba aún más allá de la media docena de bollos de Jesús reblandecidos en dos onzas de chocolate. Incontinenti tenía lugar la operación de vestirse y calzarse, no consumada a dos tirones, sino con toda aquella pausa, aplomo, espaciosidad y mesura que la índole de los tiempos exigía. Una vez en la calle, dirigía sus pasos a cierta casa de la Cuesta de la Vega, donde es fama que habitaba la discreta mayorazga, con cuyo linaje la casa de Rumblar concertara genealógico y utilitario ayuntamiento. Esta visita no era de mucho tiempo, y al poco rato salía D. Diego para encaminarse ligero como un corzo a la calle de la Magdalena, donde vivía un señor de Mañara, de quien era devotísimo y fiel amigo. Era creencia general que comían juntos, y luego leían la Gaceta, el Semanario patriótico, el Memorial literario y cuantos papeles impresos venían de Valencia, Sevilla o Bayona, tarea que les entretenía hasta el anochecer; y por fin a la hora y punto en que las calles de Madrid se tapujaban con aquel manto de simpática oscuridad que el positivismo alumbrador de estos tiempos ha rasgado en mil pedazos, nuestros dos galanes salían juntos en luengas capas embozados, y a veces con traje muy distinto del que usaban durante el día. Aquí tenía principio, según opinión de los sesudos autores que se han ocupado de D. Diego de Rumblar, la verdadera existencia de aquel insigne rapazuelo, así como también es cierto que todos los cronistas, si bien desacordes en algunos pormenores de sus escandalosas aventuras, están conformes en afirmar que siempre le acompañaba el supradicho Mañara, y que casi nunca dejaban de visitar a una altísima dama, la cual lo era sin duda por vivir en un tercer piso de la calle de la Pasión, y tenía por nombre la Zaina o la Zunga, pues en este punto existe una lamentable discordancia entre autores, cronistas, historiógrafos y demás graves personas que de las hazañas de tan famosa hembra han tratado.
Ni Lucien, ni madame de Bargeton, ni Gentil, ni Albertine, la doncella, hablaron nunca de los incidentes de este viaje, pero es de creer que la continua presencia de gente lo hizo muy poco grato para un enamorado que esperaba todos los placeres de un rapto. Lucien, que corría la posta por primera vez en su vida, se quedó muy sorprendido al ver que en el camino de Angulema a París iba dejándose casi la totalidad de la suma que pensaba destinar a sus gastos de un año en París. Como los hombres que unen los encantos de la infancia a la fuerza del talento, cometió el error de expresar su ingenua sorpresa ante este tipo de cosas nuevas para él. Un hombre debe estudiar bien a una mujer antes de dejarle entrever sus emociones y pensamientos tal como surgen. Una amante, tan mayor como afectada, se sonríe ante tales infantilismos y los comprende; pero por poca vanidad que tenga, no perdonará a su enamorado el que se haya mostrado pueril, fatuo o mezquino. Muchas mujeres son tan exageradas en su culto, que quieren encontrar siempre un dios en su ídolo, mientras que las que aman a un hombre más por lo que es que por sí mismas adoran sus pequeñeces tanto como sus grandezas. Lucien no había comprendido aún que en madame de Bargeton el amor descansaba sobre el orgullo. Cometió el error de no explicarse determinadas sonrisas que se le escaparon a Louise durante aquel viaje, cuando, en vez de dominarlas, se dejaba llevar por sus gentilezas de ratoncillo salido de su agujero.
La boda de Robert Darzac y Mathilde Stangerson se celebró en Saint- Nicolas-du-Chardonnet, París, el 6 de abril de 1895, en la más estricta intimidad. Habían transcurrido, por tanto, algo más de dos años desde los acontecimientos que relaté en la obra anterior, acontecimientos tan sensacionales, que no es aventurado afirmar que tan breve período de tiempo no había podido borrar de la memoria el famoso «misterio del cuarto amarillo». El caso seguía tan presente en todos los ánimos, que de no haber sido porque la boda se celebró con la mayor discreción ¿cosa por otra parte bastante fácil en aquella alejada parroquia del barrio de las escuelas¿, la pequeña iglesia habría sido invadida seguramente por una muchedumbre ávida de contemplar a los héroes de un drama que había apasionado a todo el mundo. Sólo fueron invitados algunos amigos del señor Darzac y del profesor Stangerson, con cuya discreción se podía contar. Yo era uno de ellos. Llegué temprano a la iglesia y, naturalmente, lo primero que hice fue buscar a Joseph Rouletabille. Al principio, me sentí un poco decepcionado al no verle, pero estaba seguro de que vendría. Por hacer tiempo, me junté con los letrados Henri-Robert y André Hesse, que en la paz y recogimiento de la acogedora capilla de Saint-Charles, rememoraban en voz baja los incidentes más curiosos del proceso de Versalles, que la inminente boda les traía a la memoria. Yo los escuchaba distraídamente, mientras observaba a mi alrededor.
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