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Desafiando la inclemencia del brillante sol del trópico, en pleno mediodía, va de regreso el muchacho a su rancho de bahareque, techo de zinc y piso de tierra endurecido por el diario trajinar. Caminan junto a él su madre y su hermano menor. El joven de contextura delgada apura el paso, ansioso de llegar para refrescarse y almorzar. La vía se conoce como la Carretera Negra, nombre que seguramente le asigna el populacho a la vía de comunicación que conectaba a esta y otras ciudades con el occidente del país y con Caracas, la Capital. El nombre de Carretera Negra debe ser por el color del asfalto que la distingue, en los países subdesarrollados de la Suramérica de los años 60, de las calles de tierra rojiza, caminos polvorientos y pedregosos. Han caminado unas siete cuadras desde la capilla, trayecto que se ha convertido en una rutina de quince minutos todos los días domingos, mañana y tarde, además de algunas noches entre semana.Hoy el misionero norteamericano ha predicado con pasión y convicción su sermón dominical. Como siempre, ha enfatizado algunos puntos del sermón con un golpe enérgico en el púlpito de madera. No sabe el predicador que está marcando una vida, que está sembrando una semilla que dará frutos para la eternidad, que está sembrando un sueño. No se imagina tampoco que esté enseñando "como se hace una iglesia". En el alma de este muchacho pálido y flaco se está encendiendo un fuego. Pero él, el muchacho, tampoco sabe. Eso lo sabrá Dios. Pero Él, Dios, no parece decir nada. Es mediodía en el trópico, el sol brillante desafía de nuevo, como todos los domingos, al ya adolescente muchacho de nuestra historia. Han pasado no sé cuántos años. Lo cierto es que el misionero no está. El púlpito tampoco, porque fue obsequiado a una iglesia hija. Pero hay uno, también de madera, que sustituye al "fundador". El predicador es un pastor venezolano con dotes de maestro, bueno para la historia y para la reflexión. Buena enseñanza para alimentar el sueño que ya está empezando a tomar forma. La banda musical no es otra cosa que un acordeón a piano de ciento veinte bajos, y quien lo toca es el joven de nuestra historia. Se despide de los hermanos con un estrechón de manos, saludo aprendido en la iglesia, no en casa, y se dispone a enfrentar el candente sol llanero. Hora de almuerzo, la casa ya ha sido frisada, por lo menos por dentro, y el piso ya no es de tierra, es de concreto pulido. El comedor es una vieja mesa de cedro, cubierta siempre con algún mantel de plástico estampado. Pero hay que apurarse, ya se hace tarde para salir de nuevo hacia "el barrio El Muertico". Como si fuera un aderezo inseparable del almuerzo, nuestro joven escucha el regaño de su querida madre: -Cómete esa comida tranquilo, muchacho...así nunca vas a engordar ¿Qué vas a hacer para ese barrio tan peligroso? Esa gente, si se quiere salvar, ¡que venga a la iglesia!.....Pero este sermón no surte efecto.....el fuego está encendido...esa gente no va a venir...... ¡alguien tiene que ir!
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