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  • af Rene Guenon
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    El principio de la institución de las castas, tan completamente incomprendido por los occidentales, no es otra cosa que la diferencia de naturaleza que existe entre los individuos humanos, y que establece entre ellos una jerarquía cuyo desconocimiento no puede conducir más que al desorden y a la confusión. Es precisamente este desconocimiento el que está implicado en la teoría ''igualitaria'' tan querida al mundo moderno, teoría que es contraria a todos los hechos mejor establecidos, y que es desmentida incluso por la simple observación corriente, puesto que la igualdad no existe en realidad en ninguna parte; pero éste no es el lugar para extendernos sobre ese punto ya tratado en otra parte. Las palabras que sirven para designar la casta en la India, no significan otra cosa que ''naturaleza individual''; con ello es menester entender el conjunto de los caracteres que se agregan a la naturaleza humana ''específica'', para diferenciar a los individuos entre sí; conviene agregar seguidamente que la herencia no entra nada más que en parte en la determinación de esos caracteres, sin lo cual todos los individuos de una misma familia serían exactamente semejantes, de suerte que la casta no es estrictamente hereditaria en principio, aunque lo más frecuentemente haya podido devenirlo de hecho y en su aplicación. Además, puesto que no podría haber dos individuos idénticos o iguales bajo todas las relaciones, también hay diferencias forzosamente entre los que pertenecen a una misma casta; pero, del mismo modo que hay más caracteres comunes entre los seres de una misma especie que entre seres de especies diferentes, así hay también más caracteres comunes, en el interior de la especie, entre los individuos de una misma casta que entre los de castas diferentes; así pues, se podría decir que la distinción de las castas constituye, en la especie humana, una verdadera clasificación natural a la cual debe corresponder la repartición de las funciones sociales.

  • af Rene Guenon
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    La oposición entre Oriente y Occidente, conducida a sus términos más simples, es en el fondo idéntica a la que frecuentemente gusta establecer entre la contemplación y la acción. Nos hemos ya explicado sobre ello en muchas ocasiones, y hemos examinado los diferentes puntos de vista en que uno puede colocarse para considerar las relaciones de esos dos términos. ¿Son verdaderamente dos contrarios, o no serían mas bien dos complementarios, o bien no habría, en realidad, entre uno y otro una relación, no de coordinación sino de subordinación? No haremos pues aquí mas que resumir muy rápidamente tales consideraciones, indispensables para quien quiera comprender el Espíritu de Oriente en general y el de la India en particular.El punto de vista que consiste en oponer pura y simplemente una a otra la contemplación y la acción es el más exterior y el más superficial de todos. La oposición existe en las apariencias, pero no puede ser absolutamente irreductible; por otra parte, se podría decir otro tanto para todos los contrarios, que cesan de ser tales desde que uno se eleva por encima de cierto nivel, aquel donde su oposición mantiene toda su realidad.Quien dice oposición o contraste dice, por ello mismo, desarmonía o desequilibrio, es decir, algo que no puede existir mas que bajo un punto de vista particular y limitado; en el conjunto de las cosas, el equilibrio está hecho de la suma de todos los desequilibrios, y todos los desordenes parciales concurren de grado o por fuerza al orden total.Considerando la contemplación y la acción como complementarias, nos emplazamos en un punto de vista ya más profundo y más verdadero que el precedente, porque la oposición se encuentra ya ahí conciliada y resuelta, sus dos términos equilibrándose en cierto modo el uno por el otro. Se trataría entonces de dos elementos igualmente necesarios que se completan y se apoyan mutuamente, y que constituyen la doble actividad, interior y exterior, de un solo y mismo ser, ya sea cada hombre tomado en particular o la humanidad considerada colectivamente.

  • af Rene Guenon
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    El título de ''Rey del Mundo'', tomado en su acepción más elevada, la más completa y al mismo tiempo la más rigurosa, se aplica propiamente a Manu, el Legislador primordial y universal, cuyo nombre se encuentra, bajo formas diversas, en un gran número de pueblos antiguos; a este respecto, recordaremos solo el Mina o Ménès de los egipcios, el Menw de los celtas y el Minos de los griegos. Por lo demás, este nombre no designa de ningún modo a un personaje histórico o más o menos legendario; lo que designa en realidad, es un principio, la Inteligencia cósmica que refleja la Luz espiritual pura y formula la Ley (Dharma) propia a las condiciones de nuestro mundo o de nuestro ciclo de existencia; y es al mismo tiempo el arquetipo del hombre considerado especialmente en tanto que ser pensante (en sánscrito mânava).Por otra parte, lo que importa esencialmente destacar aquí, es que este principio puede ser manifestado por un centro espiritual establecido en el mundo terrestre, por una organización encargada de conservar integralmente el depósito de la tradición sagrada, de origen ''no-humano'' (apaurushêya), por la que la Sabiduría primordial se comunica a través de las edades a aquellos que son capaces de recibirla. El jefe de una tal organización, que representa en cierto modo a Manu mismo, podrá legítimamente llevar su título y sus atributos; e incluso, por el grado de conocimiento que debe haber alcanzado para poder ejercer su función, se identifica realmente al principio del que es como la expresión humana, y ante el cual su individualidad desaparece.

  • - Historia de una seudoreligion
    af Rene Guenon
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    Ante todo, debemos justificar la palabra poco utilizada que sirve de título a nuestro estudio: ¿por qué ''teosofismo'' y no ''teosofía''? Es que para nosotros, estas dos palabras designan dos cosas muy diferentes, y porque importa disipar, incluso al precio de un neologismo o de lo que puede parecer tal, la confusión que debe producir naturalmente la similitud de expresión. Y eso importa tanto más, desde nuestro punto de vista, por cuanto algunas gentes tienen al contrario mucho interés en mantener esta confusión, a fin de hacer creer que se vinculan a una tradición a la que, en realidad, no pueden vincularse legítimamente, como tampoco, por lo demás, a ninguna otra.En efecto, muy anteriormente a la creación de la Sociedad Teosófica, el vocablo teosofía servía de denominación común a doctrinas bastante diversas, pero que, no obstante, pertenecían todas a un mismo tipo, o al menos, procedían todas de un mismo conjunto de tendencias; así pues, conviene conservarle la significación que tiene históricamente.

  • af Rene Guenon
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  • af Rene Guenon
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  • - Ecrits sous la signature
    af Rene Guenon
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  • af Rene Guenon
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  • af Rene Guenon
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    Desde que hemos escrito La Crisis del Mundo moderno, los acontecimientos no han confirmado sino muy completamente, y sobre todo muy rápidamente, todas las precisiones que exponíamos entonces sobre este tema, aunque, por lo demás, lo hayamos tratado fuera de toda preocupación de ''actualidad'' inmediata, así como de toda intención de ''crítica'' vana y estéril. No hay que decir, en efecto, que las consideraciones de este orden no valen para nos sino en tanto que representan una aplicación de los principios a algunas circunstancias particulares; y, destacámoslo de pasada, si aquellos que han juzgado más justamente los errores y las insuficiencias propias a la mentalidad de nuestra época se han quedado generalmente en una actitud completamente negativa o no han salido de ésta más que para proponer remedios casi insignificantes y muy incapaces de frenar el desorden creciente en todos los dominios, es porque el conocimiento de los verdaderos principios les hacía tanta falta como a los que se obstinaban al contrario en admirar el pretendido ''progreso'' y en ilusionarse sobre su conclusión fatal.

  • af Rene Guenon
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    Los occidentales modernos tienen el hábito de concebir el compuesto humano bajo una forma tan simplificada y tan reducida como es posible, puesto que no le hacen consistir más que en dos elementos, de los cuales uno es el cuerpo, y al otro se le llama indiferentemente alma o espíritu; decimos los occidentales modernos, porque, ciertamente, esa teoría dualista no se ha implantado definitivamente sino después de Descartes. No podemos emprender hacer aquí una historia, siquiera sucinta, de la cuestión; solo diremos que, anteriormente, la idea que se hacían del alma y del cuerpo no conllevaba esta completa oposición de naturaleza que hace su unión verdaderamente inexplicable, y también que había, incluso en occidente, concepciones menos ''simplistas'', y más aproximadas a las de los orientales, para quienes el ser humano es un conjunto mucho más complejo. Con mayor razón se estaba muy lejos de pensar entonces en este último grado de simplificación que representan las teorías materialistas, más recientes todavía que todas las demás, y según las cuales el hombre ya no es ni siquiera un compuesto, puesto que se reduce a un elemento único, el cuerpo.

  • af Rene Guenon
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    Un ser cualquiera, ya sea el ser humano o todo otro, puede ser considerado evidentemente desde muchos puntos de vista diferentes, podemos decir incluso desde una indefinidad de puntos de vista, de importancia muy desigual, pero todos igualmente legítimos en sus dominios respectivos, a condición de que ninguno de ellos pretenda rebasar sus límites propios, ni sobre todo devenir exclusivo y desembocar en la negación de los demás. Si es verdad que ello es así, y si por consiguiente no se puede rehusar ninguno de estos puntos de vista, ni siquiera el más secundario y contingente de entre ellos, el lugar que le pertenece por el solo hecho de que responde a alguna posibilidad, no es menos evidente, por otra parte, que, desde el punto de vista metafísico, que es el único que nos interesa aquí, la consideración de un ser bajo su aspecto individual es necesariamente insuficiente, puesto que quien dice metafísico dice universal. Ninguna doctrina que se limita a la consideración de los seres individuales podría pues merecer el nombre de metafísica, cualquiera que puedan ser por lo demás su interés y su valor a otros respectos; una tal doctrina siempre puede llamarse propiamente ''física'', en el sentido original de esta palabra, puesto que se queda exclusivamente en el dominio de la ''naturaleza'', es decir, en el dominio de la manifestación, y todavía con la restricción de que no considera más que la sola manifestación formal, o incluso más especialmente uno de los estados que constituyen ésta.

  • af Rene Guenon
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    Para comprender bien la doctrina de la multiplicidad de los estados del ser, antes de toda otra consideración, es necesario remontar hasta la noción más primordial de todas, la del Infinito metafísico, considerado en sus relaciones con la Posibilidad universal. Según la significación etimológica del término que le designa, el Infinito es lo que no tiene límites; y, para guardar a este término su sentido propio, es menester reservar rigurosamente su empleo para la designación de lo que no tiene absolutamente ningún límite, con la exclusión de todo lo que está sustraído sólo a algunas limitaciones particulares, aunque permanece sometido a otras en virtud de su naturaleza misma, a la cual estas últimas son esencialmente inherentes, como lo son, desde el punto de vista lógico, que no hace en suma más que traducir a su manera el punto de vista que se puede llamar ''ontológico'', los elementos que intervienen en la definición misma de aquello de lo que se trate. Este último caso es concretamente, como ya hemos tenido la ocasión de indicarlo en diversas ocasiones, el del número, del espacio, y del tiempo, incluso en las concepciones más generales y más extensas que sea posible formarse de ellos, y que rebasan con mucho las nociones que se tienen ordinariamente a su respecto; en realidad, todo eso no puede ser nunca más que del dominio de lo indefinido. Es a este indefinido al que algunos, cuando es de orden cuantitativo como en los ejemplos que acabamos de recordar, dan abusivamente el nombre de ''infinito matemático'', como si la agregación de un epíteto o de una calificación determinante a la palabra ''infinito'' no implicara ya por sí misma una contradicción pura y simple

  • af Rene Guenon
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    Antes de abordar el estudio de la Tríada extremo oriental, conviene ponerse cuidadosamente en guardia contra las confusiones y las falsas asimilaciones que tienen generalmente curso en Occidente, y que provienen sobre todo de que en todo ternario tradicional, cualesquiera que sea, se quiere encontrar un equivalente más o menos exacto de la Trinidad cristiana. Este error no es solo cosa de teólogos, que serían todavía excusables de querer reducirlo todo así a su punto de vista especial; lo que es más singular, es que es cometido incluso por gentes que son extrañas u hostiles a toda religión, comprendido el Cristianismo, pero que, debido al medio donde viven, conocen a pesar de todo a éste más que a las demás formas tradicionales (lo que, por lo demás, no quiere decir que le comprendan mucho mejor en el fondo), y que, por consiguiente, hacen de él más o menos inconscientemente una suerte de término de comparación al que buscan reducir todo lo demás. Entre todos los ejemplos que se podrían dar de estas asimilaciones abusivas, uno de aquellos que se encuentran más frecuentemente es el que concierne a la Trimûrti hindú, a la cual se da incluso corrientemente el nombre de ''Trinidad'', nombre que, al contrario, para evitar toda equivocación, es indispensable reservar en exclusiva a la concepción cristiana a la que siempre ha estado destinado a designar propiamente. En realidad, en los dos casos, se trata muy evidentemente de un conjunto de tres aspectos divinos, pero a eso se limita toda la semejanza; puesto que estos aspectos no son de ninguna manera los mismos por una parte y por otra, y puesto que su distinción no responde de ninguna manera al mismo punto de vista, es completamente imposible hacer corresponder respectivamente los tres términos de uno de estos dos ternarios a los del otro.

  • af Rene Guenon
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    Si se dice que el mundo moderno sufre una crisis, lo que se entiende por eso más habitualmente, es que ha llegado a un punto crítico, o, en otros términos, que una transformación más o menos profunda es inminente, que un cambio de orientación deberá producirse inevitablemente en breve plazo, de grado o por la fuerza, de una manera más o menos brusca, con o sin catástrofe. Esta acepción es perfectamente legítima y corresponde a una parte de lo que pensamos nos mismos, pero a una parte solo, ya que, para nos, y colocándonos en un punto de vista más general, es toda la época moderna, en su conjunto, la que representa para el mundo un periodo de crisis; parece por lo demás que nos acercamos al desenlace, y es lo que hace más posible hoy que nunca el carácter anormal de este estado de cosas que dura desde hace ya algunos siglos, pero cuyas consecuencias no habían sido aún tan visibles como lo son ahora. Es también por eso por lo que los acontecimientos se desarrollan con esa velocidad acelerada a la cual hacíamos alusión primero; sin duda, eso puede continuar así algún tiempo todavía, pero no indefinidamente; e incluso, sin poder asignar un límite preciso, se tiene la impresión de que eso ya no puede durar mucho tiempo.

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    Muchas dificultades se oponen, en Occidente, a un estudio serio y profundo de las doctrinas orientales en general, y de las doctrinas hindúes en particular; y los mayores obstáculos, a este respecto, no son quizás aquellos que pueden provenir de los orientales mismos. En efecto, la primera condición requerida para un tal estudio, la más esencial de todas, es evidentemente tener la mentalidad adecuada para comprender las doctrinas de que se trata, queremos decir para comprenderlas verdadera y profundamente; ahora bien, ésta es una aptitud que, salvo muy raras excepciones, falta totalmente a los occidentales. Por otra parte, esta condición necesaria podría considerarse al mismo tiempo como suficiente, ya que, cuando se cumple, los orientales no tienen la menor repugnancia en comunicar su pensamiento tan completamente como es posible hacerlo.Si no hay más obstáculo real que el que acabamos de indicar, ¿cómo es posible que los «orientalistas», es decir, los occidentales que se ocupan de las cosas de Oriente, no le hayan superado jamás? Y no podría ser tachado de exageración el afirmar que, en efecto, no le han superado nunca, cuando se constata que no han producido más que simples trabajos de erudición, quizás estimables desde un punto de vista especial, pero sin ningún interés para la comprehensión de la menor idea verdadera. Es que no basta conocer una lengua gramaticalmente, ni ser capaz de traducirla palabra por palabra correctamente, para penetrar el espíritu de esa lengua y asimilarse el pensamiento de aquellos que la hablan y la escriben.

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    La necedad de un elevado número e incluso de la mayoría de los hombres, en nuestra época sobre todo, y cada vez más a medida que se generaliza y se acentúa la decadencia intelectual característica del último periodo cíclico, es quizás la cosa más difícil de soportar que haya en este mundo. Es menester agregar a este respecto la ignorancia, o más precisamente un cierto tipo de ignorancia que le está por lo demás estrechamente ligada, una ignorancia que no es en modo alguno consciente de sí misma, una ignorancia que se permite afirmar tanto más audazmente cuanto menos sabe y menos comprende, y que, por eso mismo, en el que está afligido por ella, es un mal irremediable. Necedad e ignorancia pueden reunirse en suma bajo el nombre común de incomprensión; pero debe entenderse bien que soportar esta incomprensión no implica de ningún modo que uno deba hacerle concesiones, ni que deba abstenerse de rectificar los errores a los que da nacimiento y de hacer todo lo posible para impedirles extenderse, lo que, por lo demás, es bien frecuentemente una tarea muy penosa, sobre todo cuando uno se encuentra obligado, en presencia de la obstinación de algunos, a repetir muchas veces cosas que, normalmente, debería bastar haber dicho de una vez por todas. Por otra parte, esta obstinación con la que uno se choca así no está siempre exenta de mala fe; y, a decir verdad, la mala fe misma implica forzosamente una estrechez de miras que no es en definitiva más que la consecuencia de una incomprensión más o menos completa, eso, cuando no ocurre también que incomprensión real y mala fe, así como necedad y maldad de intenciones, se mezclan de una tal manera que es a veces bien difícil determinar exactamente la parte de una y de la otra.

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    La confusión entre el dominio esotérico e iniciático y el dominio místico, o, si se prefiere, entre los puntos de vista que les corresponden respectivamente, es una de las que se cometen hoy con más frecuencia, y eso, parece, de una manera que no siempre es enteramente desinteresada; por lo demás, hay en eso una actitud bastante nueva, o que al menos, en ciertos medios, se ha generalizado mucho en estos últimos años, y es por lo que nos parece necesario comenzar por explicarnos claramente sobre este punto. Está ahora de moda, si se puede decir, calificar de «místicas» a las doctrinas orientales mismas, comprendidas aquellas en las que no hay ni siquiera la sombra de una apariencia exterior que pudiera, para aquellos que no van más lejos, dar lugar a una tal calificación; el origen de esta falsa interpretación es naturalmente imputable a algunos orientalistas, que, por lo demás, al comienzo pueden no haber sido llevados a ella por una segunda intención claramente definida, sino tan solo por su incomprensión y por la determinación más o menos inconsciente, que les es habitual, de reducirlo todo a puntos de vista occidentales.

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