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Fue el año 1590. Invierno. Austria quedaba muy lejos del mundo y dormía; para Austria era todavía el Medioevo, y prometía seguir siéndolo siempre. Ciertas personas retrocedían incluso siglos y siglos, asegurando que en el reloj de la inteligencia y del espíritu se hallaba Austria todavía en la Edad de la Fe. Pero lo decían como un elogio, no como un menosprecio, y en este sentido lo tomaban los demás, sintiéndose muy orgullosos del mismo. Lo recuerdo perfectamente, a pesar de que yo solo era un muchacho, y recuerdo también el placer que me producía. Sí, Austria quedaba lejos del mundo y dormía; y nuestra aldea se hallaba en el centro mismo de aquel sueño, puesto que caía en el centro mismo de Austria. Vivía adormilada y pacífica en el hondo recato de una soledad montañosa y boscosa, a la que nunca, o muy rara vez, llegaban noticias del mundo a perturbar sus sueños, y vivía infinitamente satisfecha. Delante de la aldea se deslizaba un río tranquilo, en cuya superficie se dibujaban las nubes y los reflejos de los pontones arrastrados por la corriente y las lanchas que transportaban piedra; detrás de la aldea se alzaba una ladera llena de arbolado, hasta el pie mismo de un altísimo precipicio; en lo alto del precipicio se alzaba ceñudo un enorme castillo, con su larga hilera de torres y de baluartes revestidos de hiedras; al otro lado del río, a una legua hacia la izquierda, se extendía una ondulante confusión de colinas revestidas de bosque, y rasgadas por serpenteantes cañadas en las que jamás penetraba el sol; hacia la derecha, el terreno estaba cortado a pico sobre el río, y entre ese precipicio y las colinas de que acabamos de hablar, se extendía en la lejanía una llanura moteada de casitas pequeñas que se arrebujaban entre huertos y árboles umbrosos.
¡Helo allí! Era un estallido sonoro que, de súbito, agitó por el espacio sus alas. Contando, con el reloj a la vista, la duración de la nota sostenida, Bassett recordaba la trompeta del arcángel apocalíptico. Las murallas de una ciudad se habrían desplomado pulverizadas ante aquel amontonamiento de vastas o impulsoras sonoridades. Por milésima vez intentó analizar las cualidades tónicas de aquel alarido enorme que se cernía sobre la tierra toda, hasta las fortalezas interiores de las tribus circunvecinas. La garganta montaraz de donde surgía diríase que vibraba con la marea creciente hasta desbordarse en impetuosas corrientes sonoras por tierra, cielo y aire. Con la fantasía arrebatada y sin freno de un enfermo, creía escuchar el grito poderoso de algún titán de ancestrales tiempos rugiendo bajo la pesadumbre de su miseria o de su ira. Y la voz henchía el espacio por momentos, retadora, suplicante, tan voluminosa y profunda como si quisiera alcanzar a lejanos oídos, allende las fronteras del sistema solar. Y percibíase en la entraña de aquella voz el himno de la protesta, ante el desierto sordo que no tenía oídos para escuchar y sentir sus clamores. «Así es la fantasía de los enfermos¿» Sin embargo, aún se esforzaba por analizar el sonido misterioso, sonoro como el trueno, blando como el tintineo de campanillas de oro, afilado y dulce como la cuerda argentina de un laúd¿ Pero no; ninguna entre semejantes calidades de sonido, ni aún la mezcla de todas ellas, remedaba el timbre de la inefable voz. No hay palabras ni semblanzas en el vocabulario humano, ni memorias en el recuerdo de la experiencia, con que describirlo adecuadamente.
Cuando Mary Lennox se fue a vivir con su tío a Misselthwaite Manor, todos decían que era una niña de aspecto muy desagradable; y era cierto. En su cara delgada se reflejaba una expresión amarga. Su cuerpo era flaco y pequeño; su pelo, de color amarillo, era fino y escaso; su rostro era también pálido, quizás porque había nacido en la India, en donde, por una razón u otra, enfermaba continuamente. Su padre había sido empleado del gobierno inglés y sus obligaciones eran innumerables. Su madre, una mujer de gran belleza, sólo se preocupaba de asistir a las más alegres fiestas. Ella no quería tener una niña; por eso, cuando Mary nació, la entregó al cuidado de una aya a quien dio a entender que, para servir bien a la Mem Sahib debía mantenerla alejada de su presencia. Así, esta niña irritable, débil y feúcha estuvo siempre lejos de su madre. Ella sólo recordaba haber visto a su alrededor las caras morenas de su aya y de los demás sirvientes hindúes. Estos, para que no llorara o molestara a la Mem Sahib, la obedecían y le daban gusto en todo. De esta manera, al cumplir los seis años, Mary se había convertido en un ser tiránico y egoísta. La joven institutriz inglesa contratada para enseñarle a leer y escribir le tomó tal antipatía que a los tres meses dejó su trabajo. Otro tanto ocurrió con las institutrices que la sucedieron, y si a Mary no le hubiera interesado verdaderamente saber lo que contenían los libros, ni siquiera habría aprendido a leer. Tenía casi nueve años cuando una mañana de intenso calor la niña despertó muy malhumorada. Se enfadó aún más al ver a su lado a una sirvienta que no era su aya.
¿Buenos días, Jeeves ¿dije. ¿Buenos días, señor ¿dijo Jeeves. Dejó suavemente la taza de té sobre mi mesita de noche, y yo bebí un sorbo de la reconfortante bebida. Estaba en su punto, como siempre. Ni demasiado caliente ni demasiado dulce, ni demasiado floja ni demasiado fuerte, no tenía demasiada leche y ni una sola gota se había derramado sobre el platito. Era un tipo asombroso este Jeeves, siempre tan capacitado en todo género de cosas. Lo he dicho en otras ocasiones y lo repetiré de nuevo. Aquí tienen ustedes un pequeño ejemplo. Todos los demás criados que habían estado a mi servicio irrumpían en mi habitación cuando aún me encontraba dormido, y esto era un terrible suplicio para mí: pero Jeeves parece saber, mediante una especie de telepatía, el momento justo en que me despierto. Entra siempre con la taza sin hacer el menor ruido exactamente dos minutos después de haber vuelto yo a la vida. Esto constituye una notable diferencia en el comienzo del día de un individuo.
Mr. Verloc, al salir por la mañana, dejaba su negocio nominalmente a cargo de su cuñado. Podía hacerlo porque había poco movimiento a cualquier hora y prácticamente ninguno antes de la noche. Mr. Verloc se preocupaba bien poco por su actividad visible y, además, era su mujer quien quedaba a cargo de su cuñado. El negocio era pequeño y también lo era la casa. Era una de esas casas sucias, de ladrillo, de las que había gran cantidad antes de la época de reconstrucción que se abatió sobre Londres. El negocio era cuadrado, con una vidriera al frente, dividida en pequeños paneles rectangulares. Durante el día la puerta permanecía cerrada; por la noche se mantenía discreta y sospechosamente entreabierta. En la ventana había fotografías de bailarinas más o menos desvestidas; paquetes varios envueltos como si fueran específicos medicinales, envases cerrados de papel amarillo, muy delgado, marcados con el precio de media corona en grandes cifras negras; unos cuantos números de publicaciones cómicas francesas, colgados de una cuerda como para secarse, un deslustrado recipiente de porcelana azul, una cajita de madera negra, botellas de tinta para marcar y sellos de goma; unos pocos libros con títulos que sugerían poco decoro, unos pocos números de diarios aparentemente viejos y mal impresos, con títulos como La Antorcha, El Gong: títulos vehementes. Los dos mecheros de gas, dentro de sus pantallas de vidrio, siempre tenían la llama baja, ya fuera por economía o por consideración a los clientes.
A Don Juan Ibáñez de Segovia, caballero del Orden de Calatrava y tesorero general de su MajestadPara salir a luz este trabajo ha necesitado de la protección de vuesa merced, en quien, como a todos es notorio, concurren loables partes; por cuya causa, cuando no haya acertado en él, lo habré hecho en la dirección, particularmente mostrándome agradecido a los beneficios que de vuesa merced recibí con circunstancia tan noble como no serle pedidos, y en alguna manera quedan pagados, y él también lo queda más que su sujeto merece, pues elegí para honralle a quien para mayores cosas eligió su Majestad. Servidor de vuesa merced que sus manos besa.JUAN CORTÉS DE TOLOSA
ARIADNA: Mil veces triunfes en Creta. ¡oh, padre augusto! ¡Oh, monarca! ¡Asombro de cuanto abarca la luz del mayor planeta! Mil veces huelles sujeta la redondez que ya tienes a tus plantas, pues que vienes de aquistar cuanto dilata, y otras mil. Dafnes ingrata diadema ciña a tus sienes. Honren mis labios tus pies. MINOS: o, Ariadna; no, hija mía, que eres alba de mi día y celestial tu interés. No es bien que los labios des a los pies de quien te adora, si no es que con ellos Flora, cuando me aprestas laureles, me aprisione en tus claveles, grillos ellos, tú su aurora. Creta, que en el mar del Ponto ceñida de su profundo, es lo mismo que este mundo para el torpe vicio pronto. Las veces que me remonto a ejercitar mis crueldades en tantas diversidades y naciones de su esfera, por ser tu patria me espera con todas sus cien ciudades. Cien metrópolis, presuma eternizar de edificios inmortales, pues los vicios que la habitan son sin suma. Cuanto la escama y la pluma, el aire y el agua inquieta, cuanto el monte se prometa delicioso, cuanto el valle, todo he dispuesto que se halle mejorado en nuestra Creta. Aquí nos colma Minerva el espléndido licor, que el fuego consumidor para eterna luz conserva. Aquí la caza en la hierba, la sierra sus salvajinas, y en sus entrañas las minas de los monarcas metales hechizo de los mortales y de la virtud ruinas. Aquí, aunque en término angosto, cuelgan joyeles racimos de los sarmientos opimos, oro potable en su mosto. Aquí pródigo el agosto golfos de mieses que cría ondea el viento cada día, conque airoso el Amor saco, porque sin Ceres ni Baco dicen que Venus se enfría. Éste es mi reino, éste Creta, patria de aquellos jayanes, ya Curetes ya Titanes, que mi dominio sujeta. Los que al son de la trompeta de mi voz inobediente apenas en el oriente de sus instantes primeros desnudaron los aceros contra el mismo Omnipotente. Éstos y yo hemos vencido cuanto esos golfos abrazan; en mis deleites se enlazan cuantos son, serán y han sido. Mis estampas he esculpido en los cuellos megarenses, porque triunfen los cretenses mientras el alfanje afila ingrata a su padre Scila y tiemblan los atenienses. Reinaba en Megara Niso, y en un cabello fatal fundaba el trono inmortal que perdió su poco aviso. En solo un cabello quiso que su reino eternizase el hado, y que éste imitase de la púrpura al color, el cual, cortado, al rigor caduco se sujetase.
Hay una frase en la «Vida de Gray», del doctor Johnson, que bien pudo ser escrita en todas esas salas, demasiado humildes para ser llamadas bibliotecas, aunque llenas de libros, donde gente anónima se entrega a la lectura: «¿ me regocijo de coincidir con el lector común; pues el sentido común de los lectores, incorrupto por prejuicios literarios, después de todos los refinamientos de la sutileza y el dogmatismo de la erudición, debe decidir en último término sobre toda pretensión a los honores poéticos». Define sus cualidades; dignifica sus fines; se dedica a una actividad que devora una gran cantidad de tiempo, y sin embargo tiende a no dejar tras de sí nada muy sustancial: la sanción al reconocimiento del gran hombre. El lector común, como da a entender el doctor Johnson, difiere del crítico y del académico. Está peor educado, y la naturaleza no lo ha dotado tan generosamente. Lee por placer más que para impartir conocimiento o corregir las opiniones ajenas. Le guía sobre todo un instinto de crear por sí mismo, a partir de lo que llega a sus manos, una especie de unidad ¿un retrato de un hombre, un bosquejo de una época, una teoría del arte de la escritura. Nunca cesa, mientras lee, de levantar un entramado tambaleante y destartalado que le dará la satisfacción temporal de asemejarse al objeto auténtico lo suficiente para permitirse el afecto, la risa y la discusión. Apresurado, impreciso y superficial, arrancando ora este poema, ora esa astilla de un mueble viejo, sin importarle dónde lo encuentra o cuál sea su naturaleza siempre y cuando sirva a su propósito y complete su estructura, sus deficiencias como crítico son demasiado obvias para señalarlas; pero si, como afirmaba el doctor Johnson, tiene voz en el reparto último de los honores poéticos, entonces, tal vez, merezca la pena anotar unas cuantas de las ideas y opiniones que, insignificantes por sí mismas contribuyen, no obstante, a tan grandioso resultado.
Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz que tenía su comercio de remendón junto a una ferretería de fachada verde y blanca, en el zaguán de una casa antigua en la calle Rivadavia entre Sud América y Bolivia. Decoraban el frente del cuchitril las policromas carátulas de los cuadernillos que narraban las aventuras de Montbars el Pirata y de Wenongo el Mohicano. Nosotros los muchachos al salir de la escuela nos deleitábamos observando los cromos que colgaban en la puerta, descoloridos por el sol. A veces entrábamos a comprarle medio paquete de cigarrillos Barrilete, y el hombre renegaba de tener que dejar el banquillo para mercar con nosotros. Era cargado de espaldas, carisumido y barbudo,y por añadidura algo cojo, una cojera extraña, el pie redondo como el casco de una mula con el talón vuelto hacia afuera. Cada vez que le veía recordaba este proverbio, que mi madre acostumbraba a decir: "Guárdate de los señalados de Dios."
En El Loco por fuerza, comedia probablemente escrita por Lope de Vega entre 1597 y 1608, que transcurre entre Zaragoza y sus montañas, se contemplan las conflictivas relaciones de dos grupos de personajes: castellanos y aragoneses. Este artículo analiza, en el contexto de las revueltas aragonesas de 1591, la representación de Aragón que ofrece el dramaturgo. Para ello, tras abordar los distintos espacios constituyentes de la comedia, se examina más detenidamente uno de ellos, el hospital de locos, y se valora la posibilidad de que el internamiento forzado del galán sea un trasunto de las prisiones del ex secretario de Felipe II, Antonio Pérez. Finalmente, se proponen algunas hipótesis de lectura conjunta de esta comedia y de otra de Lope de Vega, Los locos de Valencia, con la que presenta llamativas similitudes en lo que atañe a los manicomios, el asunto de Antonio Pérez y las Relaciones que éste escribió.
Dorothy vivía en medio de las extensas praderas de Kansas, con su tío Henry, que era granjero, y su tía Em, la esposa de éste. La casa que los albergaba era pequeña, pues la madera necesaria para su construcción debió ser transportada en carretas desde muy lejos. Constaba de cuatro paredes, piso y techo, lo cual formaba una habitación, y en ella había una cocina algo herrumbrada, un mueble para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama grande situada en un rincón, y Dorothy ocupaba una pequeñita en otro rincón. No había altillo ni tampoco sótano, salvo un hueco cavado en el piso, y al que llamaban refugio para ciclones, donde la familia podía cobijarse en caso de que se descargara un huracán lo bastante fuerte como para barrer con cualquier edificio que hallara en su camino. A este hueco ¿pequeño y oscurö se llegaba por medio de una escalera y una puerta trampa que había en medio del piso. Cuando Dorothy se detenía en el vano de la puerta y miraba a su alrededor, no podía ver otra cosa que la gran pradera que los rodeaba. Ni un árbol ni una casa se destacaba en la inmensa llanura que se extendía en todas direcciones hasta parecer juntarse con el cielo. El sol había calcinado la tierra arada hasta convertirla en una masa grisácea con una que otra rajadura aquí y allá. Ni siquiera la hierba era verde, pues el sol había quemado la parte superior de sus largas hojillas hasta teñirlas del mismo gris predominante en el lugar. En un tiempo la casa estuvo pintada, pero el calor del astro rey había levantado ampollas en la pintura y las lluvias se llevaron a ésta, de modo que la vivienda tenía ahora la misma tonalidad grisácea y opaca que todo lo que la circundaba.
ANTONIO.- En verdad, ignoro por qué estoy tan triste. Me inquieta. Decís que a vosotros os inquieta también; pero cómo he adquirido esta tristeza, tropezado o encontrado con ella, de qué substancia se compone, de dónde proviene, es lo que no acierto a explicarme. Y me ha vuelto tan pobre de espíritu, que me cuesta gran trabajo reconocerme. SALARINO.- Vuestra imaginación se bambolea en el océano, donde vuestros enormes galeones, con las velas infladas majestuosamente, como señores ricos y burgueses de las olas, o, si lo preferís, como palacios móviles del mar, contemplan desde lo alto de su grandeza la gente menuda de las pequeñas naves mercantes, que se inclinan y les hacen la reverencia cuando se deslizan por sus costados con sus alas tejidas SALANIO.- Creedme, señor; si yo corriera semejantes riesgos, la mayor parte de mis afecciones se hallaría lejos de aquí, en compañía de mis esperanzas. Estaría de continuo lanzando pajas al aire para saber de dónde viene el viento. Tendría siempre la nariz pegada a las cartas marinas para buscar en ellas la situación de los puertos, muelles y radas; y todas las cosas que pudieran hacerme temer un accidente para mis cargamentos me pondrían indudablemente triste. SALARINO.- Mi soplo, al enfriar la sopa, me produciría una fiebre, cuando me sugiriera el pensamiento de los daños que un ciclón podría hacer en el mar. No me atrevería a ver vaciarse la ampolla de un reloj de arena, sin pensar en los bajos arrecifes y sin acordarme de mi rico bajel Andrés, encallado y ladeado, con su palo mayor abatido por encima de las bandas para besar su tumba. Si fuese a la iglesia, ¿podría contemplar el santo edificio de piedra, sin imaginarme inmediatamente los escollos peligrosos que, con sólo tocar los costados de mi hermosa nave, desperdigarían mis géneros por el océano y vestirían con mis sedas a las rugientes olas, y, en una palabra, sin pensar que yo, opulento al presente, puedo quedar reducido a la nada en un instante? ¿Podría reflexionar en estas cosas, evitando esa otra consideración de que, si sobreviniera una desgracia semejante, me causaría tristeza? Luego, sin necesidad de que me lo digáis, sé que Antonio está triste porque piensa en sus mercancías.
¿Desde cuándo lleva su nombre el «Molino silencioso»? No lo sé. Desde que lo conozco es un viejo edificio medio derruido, resto lastimoso de una época ya desaparecida.Descascarados y sin techo, sus muros, que los años desmoronan, se alzan hacia el cielo dejando paso libre a todos los vientos. Dos grandes muelas redondas, que sin duda trabajaron valientemente en otro tiempo, han roto el armazón carcomido que las sostenía, y, arrastradas por su propio peso, se han hundido profundamente en el suelo.La rueda grande permanece suspendida de través entre los dos soportes podridos. Las paletas han desaparecido; sólo los rayos se alzan todavía en el aire, como brazos que se tienden hacia el cielo para implorar el golpe de gracia.El musgo y las algas lo han cubierto todo con un manto de verdor a través del cual el berro muestra sus hojas redondas, de palidez enfermiza. Un canal medio arruinado vierte dulcemente el agua, que cae gota a gota con un ruido cuya monotonía adormece, sobre los rayos de la rueda, que salta hecha polvo y que llena el aire de vapor húmedo.Oculto bajo una capa de leños grises, el arroyo esparce un olor de agua corrompida. Todo lleno de algas y de hierbas, ha sido invadido por los pinos acuáticos y los juncos; en el medio solamente resalta un hilo de agua cenagosa y negra, en el que se columpia perezosamente la lenteja acuática, con sus hojas delicadas de color verde claro.En otro tiempo, el arroyo del molino corría alegremente, la espuma brillaba blanca como la nieve a lo largo del dique, las ruedas enviaban hasta la aldea el ruido alegre de su tictac; y, en el patio, los carros iban y venían en largas filas, mientras resonaba a lo lejos la voz potente del viejo molinero.Este se llamaba Felshammer; y bastaba verlo para comprender que merecía ese nombre[*]. Era todo un hombre. Tenía fuerzas de sobra para hacer saltar las rocas. Había que evitar con cuidado burlarse de él o contrariarlo, porque entonces montaba en ira, apretaba los puños, las venas de las sienes se le hinchaban como cuerdas; y, cuando se ponía a jurar, todo el mundo temblaba y hasta los perros huían.
FIRELA: Carlín, déjanos aquí; no seas siempre pelmazo. CARLÍN: Pues ¿qué importaba un abrazo, si ves cuál ando tras ti? FIRELA: ¿Cuál andas? CARLÍN: Cual te dé Dios la salud. Ando cual ves. FIRELA: ¿Cuál andas? CARLÍN: Ando en dos pies, porque andas tú en otros dos. FIRELA: En cuatro fuera mejor, que eres un asno CARLÍN: Si tratas de que ande, Firela, a gatas a gatas anda el Amor, que es niño, aunque canas tién. LEONISA: Déjanos ir a lavar, que es tarde. CARLÍN: Pues no han de hablar. LEONISA. Déjale, Firela, y ven. CARLIN: ¡Válgame Dios! ¿También lla rezonga? Pues venga acá. ¿Qué cuenta al cura dará después, mi pastora bella, si por no amarme me mata? FIRELA: ¡Oh, qué pesado que estás! CARLÍN: El quinto, no matarás.
No sin cierta emoción, comienzo a relatar aquí las extraordinarias aventuras de Joseph Rouletabille. Hasta hoy, este se había negado tan firmemente a ello que yo había perdido toda esperanza de publicar alguna vez la historia policial más curiosa de los últimos quince años. Supongo que el público nunca habría conocido "toda la verdad" sobre el prodigioso caso llamado del "cuarto amarillo" ¿que generó tantos dramas misteriosos, crueles y sensacionales, y en el que mi amigo estuvo tan íntimamente comprometidö si, con motivo de la reciente nominación del ilustre Stangerson para el grado de la Gran Cruz de la Legión de Honor, un periódico vespertino, en un artículo lamentable por su ignorancia o por su audaz perfidia, no hubiera resucitado una terrible aventura que Joseph Rouletabille, según me decía, hubiera deseado que se olvidara para siempre. ¡El "cuarto amarillo"! ¿Quién podía acordarse de ese caso que hizo correr tanta tinta hace unos quince años? ¡Se suele olvidar tan rápido en París! ¿Acaso no hemos olvidado hasta el nombre del proceso de Nayves y la trágica historia de la muerte del pequeño Menaldo? Y, sin embargo, en esa época, la opinión pública estaba tan interesada por los debates que originó el caso, que una crisis ministerial que estalló en aquel momento pasó completamente inadvertida. Ahora bien, el proceso del "cuarto amarillo", que precedió unos cuantos años al caso de Nayves, tuvo aún más resonancia. Durante meses, el mundo entero intentó resolver aquel oscuro problema... El más oscuro, hasta donde sé, que jamás haya desafiado la perspicacia de nuestra policía o se haya presentado nunca a la conciencia de nuestros jueces. Todos buscaban la solución de ese problema perturbador. Fue como un dramático jeroglífico que se empeñaban por descifrar la vieja Europa y la joven América. La verdad ¿ me está permitido decirlo porque no hay en todo esto amor propio de autor y no hago más que transcribir hechos sobre los cuales una documentación excepcional me permite aportar una nueva luz¿, la verdad es que no creo que en el campo de la realidad o de la imaginación, ni siquiera en el autor de "Los crímenes de la calle Morgue", ni en las invenciones de los seguidores de Edgar Poe ni en los truculentos casos de Conan Doyle se pueda encontrar algo comparable, en lo que al misterio se refiere, con el completamente natural misterio del "cuarto amarillo".
De flores de mil colores; Aves que cantáis amores, Fieras que andáis sin gobierno, ¿Habéis visto amor más tierno En aves, fieras y flores? Mas como no podéis ver Otra cosa, en cuanto mira El sol, más bella que Elvira, Ni otra cosa puede haber; Porque, habiendo de nacer De su hermosura, en rigor, Mi amor, que de su favor Tan alta gloria procura, No habiendo más hermosura, No puede haber más amor. ¡Ojalá, dulce señora, Que tu hermosura pudiera Crecer, porque en mí creciera El amor que tengo agora! Pero, hermosa labradora, Si en ti no puede crecer La hermosura, ni el querer En mí, cuanto eres hermosa Te quiero, porque no hay cosa Que más pueda encarecer. Ayer, las blancas arenas Deste arroyuelo volviste Perlas, cuando en él pusiste Tus pies, tus dos azucenas; Y porque verlos apenas Pude, porque nunca pára, Le dije al sol de tu cara, Con que tanta luz le das, Que mirase el agua más Porque se viese más clara. Lavaste, Elvira, unos paños, Que nunca blancos volvías, Que las manos que ponías Causaban estos engaños; Yo, detrás destos castaños, Te miraba con temor, Y vi que amor, por favor, Te daba a lavar su venda: El cielo el mundo defienda, Que anda sin venda el amor. ¡Ay, Dios! ¡Cuándo será el día, Que me tengo de morir, Que te pueda yo decir: ¡Elvira, toda eres mía! ¡Qué regalos te diría! Porque yo no soy tan necio Que no te tuviese en precio, Siempre con más afición; Que en tan rica posesión No puede caber desprecio.
REY ¡Oh, tú, divina mente, que en campos del oriente sin oriente, desde el siglo primero sin primero, hasta el postrero siglo sin postrero, a no dejar de ser la que ya fuiste, del labio del Altísimo naciste primogénita suya, tú, que desde la eterna infancia tuya cielos habitas, siendo si a ellos subes, tu trono las colunas de las nubes, desde donde circundas el orbe a giros, desde donde inundas a giros el abismo, poniendo a un tiempo mismo en varios horizontes ley a los mares, límite a los montes, tú, en fin, que sin principio y fin criada, como el cedro en el Líbano exaltada, como en Cades la palma, la especiosa oliva en valle, en Jericó la rosa y el plátano en la orilla de las aguas, fragrante maravilla de vid vallada entre diversas flores, diste la suavidad de los olores distilando en aromas al cinamomo y bálsamo las gomas, que en místico atributo de honestidad y honor rinden el fruto por quien el sabio llama al buen olor perfume de la fama, atiende a la voz mía antes que diga, oh tú, Sabiduría de Dios, pues ya para saber quién seas tus renombres lo han dicho.
Sea lo que sea aquello que esté a la base de este libro problemático: una cuestión de primer rango y máximo atractivo tiene que haber sido, y además una cuestión profundamente personal testimonio de ello es la época en la cual surgió, pese a la cual surgió, la excitante época de la guerra franco- alemana de 1870-1871. Mientras los estampidos de la batalla de Wörth se expandían sobre Europa, el hombre caviloso y amigo de enigmas a quien se le deparó la paternidad de este libro estaba en un rincón cualquiera de los Alpes, muy sumergido en sus cavilaciones y enigmas, en consecuencia muy preocupado y despreocupado a la vez, y redactaba sus pensamientos sobre los griegos, núcleo del libro extraño y difícilmente accesible a que va a estar dedicado este tardío prólogo (o epílogo). Unas semanas más tarde: y también él se encontraba bajo los muros de Metz, no desembarazado aún de los signos de interrogación que había colocado junto a la presunta «jovialidad» de los griegos y junto al arte griego; hasta que por fin, en aquel mes de hondísima tensión en que en Versalles se deliberaba sobre la paz, también él consiguió hacer la paz consigo mismo, y mientras convalecía lentamente de una enfermedad que había contraído en el campo de batalla, comprobó en sí de manera definitiva el «nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música». ¿En la música? ¿Música y tragedia? ¿Griegos y música de tragedia? ¿Griegos y la obra de arte del pesimismo? La especie más lograda de hombres habidos hasta ahora, la más bella, la más envidiada, la que más seduce a vivir, los griegos ¿cómo?, ¿es que precisamente ellos tuvieron necesidad de la tragedia? ¿Más aún del arte? ¿Para qué el arte griego?...
Dentro voces. TODOS UNO DOS TRES UNO DOS TRES UNO UNOS OTROS LIDORO (Sale LIBIO.) LIBIO LIDORO LIBIOVira al mar.Es inútil la porfía, porque el viento que corre es travesía.Amaina la mayor. Iza el trinquete.A la driza. A la Escoca.Al chafaldete.Dé el Esquife en la Playa, y el Príncipe no más a tierra vaya, ya que abismos de yelo nos encubren.Piedad dioses. Piedad cielos.Piedad cielos, piedad dioses sagrados, y si del voto que ofrecí obligados, en este esquife este fragmento poco, que ha sido mi delfín, la orilla toco de esta desierta playa, que del mar la soberbia tiene a raya, veréis que fiel en clima tan remoto la arena beso y revalido el voto, pues desdicha no hay, no hay desconsuelo que no enmiende el vivir.¡Válgame el cielo! ¿Cúya esta voz ha sido?De un cofadre de Baco, que ha salido por no hacerle traición del mar a nado, pues el no beber agua le ha escapado.
Su padre, el señor Hungerton, era verdaderamente la persona menos dotada de tacto que pudiese hallarse en el mundo; una especie de cacatúa pomposa y desaliñada, de excelente carácter pero absolutamente encerrado en su propio y estúpido yo. Si algo podía haberme alejado de Gladys, era el imaginar un suegro como aquél. Estoy convencido de que creía, de todo corazón, que mis tres visitas semanales a Los Nogales se debían al placer que yo hallaba en su compañía y, muy especialmente, al deseo de escuchar sus opiniones sobre el bimetalismo, materia en la que iba camino de convertirse en una autoridad. Durante una hora o más tuve que oír aquella noche su monótono parloteo acerca de cómo la moneda sin respaldo disipa la seguridad del ahorro, sobre el valor simbólico de la plata, la devaluación de la rupia y los verdaderos patrones de cambio. ¿¿Supóngase ¿¿exclamaba con enfermiza exaltación¿¿ que se reclamasen en forma simultánea todas las deudas del mundo y se insistiese en su pago inmediato. ¿Qué ocurriría entonces, dadas las actuales circunstancias? Le contesté que eso me convertiría, evidentemente, en un hombre arruinado, ante lo cual saltó de su silla reprochando mi habitual ligereza, que le impedía discutir en mi presencia cualquier tema razonable. Tras decir esto, salió disparado de la habitación para vestirse, porque iba a una reunión de masones.
JUDAÍSMO¿Dónde voy con errante paso? ¿Dónde confuso y vacilante me lleva mi destino, sin rumbo, sin vereda y sin camino? Este campo ¿no era desierta población, desierta esfera de vides y de olivos, edificios ayer vegetativos, donde ufana vivía la sinagoga de mi Ley Judía? Pues ¿quién en él tan presto muros ha fabricado, torres puesto, cuya altura eminente empina al orbe de zafir la frente, y es dórica columna del cóncavo palacio de la luna? Su fábrica dorada en doce piedras se miró fundada. Doce puertas abiertas están; al aquilón miran tres puertas, al austro tres se rompen blandamente, tres al ocaso y tres hacia el oriente, y todas doce iguales, guarnecidas de cándidos cristales en quien mi Ley conoce doce vislumbres de mis tribus doce. ¿Qué fábrica ésta ha sido? ¿Para quién, para quién se ha prevenido esta casa, este templo, última maravilla sin ejemplo? Dígasme, ¡oh ciudadano de ese supremo alcázar soberano!, ¿qué casa hermosa y nueva la vista turba y el sentido eleva? Porque saber espera mi cuidado a qué tierra, a qué campo hoy he llegado, siguiendo mi destino.
En cuanto despertó el duque, púsose á toser como un desesperado. Del tabaco. Se lo decían los médicos. Veneno lento. Le causaba tos, anginas, palpitaciones cardíacas y trastornos visuales. Lo cual desaparecía así que fumaba menos ó por tres ó cuatro días dejaba de fumar.Sacó un cigarrillo de su pitillera de piel de cocodrilo, y lo encendió.¡Al diablo la higiene y los doctores! ¡Hombre! ¡pues tendría que ver...! Estos parecían preocuparse únicamente de descubrirle aspectos perniciosos á cuanto hace la vida llevadera: el vino, el juego, las mujeres, el tabaco...Cuatro elementos sin los cuales él se habría pegado un tiro.Y no porque el eximio duque de Puentenegro, heredero de cien nobles que lucharon en Flandes y en Italia, y que tenían llena la hispana historia con la gloria de sus nombres, dejase de ser un grande aficionado á altas empresas, sino porque las altas empresas, dignas de los grandes, habíanse agotado en el ambiente democrático actual.
LACAYOY aun sale aquí, si el oído no me engaña.(Sale DON SOPLADO en bata, despeinado o con cofia, esperezándose.)DON SOPLADO¿Ha venido el peluquero?TARARIRA Más ha de dos horas largas que espera en el tocador.DON SOPLADO¿Qué tal está la mañana?TARARIRA Como de otoño, y aun hoy está mucho más templada, porque hay tal cual nubecilla.DON SOPLADO ¿Y qué hora es?TARARIRA Las diez dadas.DON SOPLADOOh, pues siendo tan temprano, hasta la hora de que salga quizá saldrá el sol. Prevenme el otro vestido de aguas y galones.TARARIRA ¿Y si llueve?DON SOPLADO¿Qué quieres que yo le haga? Estando en el entretiempo, ¿he de llevar paño o lana y que se rían de mí?
Padre mío: Llegó el momento en que, vencida la imponente ascensión, mis arterias golpeaban con ciento veinte pulsaciones por minuto. A nuestras plantas se extendía un océano de montañas, cuyas crestas, como olas petrificadas, se levantaban en escalas monstruosas a 1.000 y 1.500 metros sobre el nivel del mar. Al sur, las dilatadas estepas de Castilla, con sus desolados horizontes de desierto, iban perdiéndose en límites de sesenta leguas, entre un cielo caliginoso, henchido de limbos de oro y destellos de incendio. Al norte, un inmenso telón límpido, azul, como tapiz compacto tejido con amontonados zafiros, se destacaba, lleno de magnificencias, intentando con la grandeza de su extensión subir hasta las alturas: era el mar. A mi lado había un ser valeroso, cuya respetuosa amistad, llena de abnegaciones y de fidelidades, había querido compartir conmigo los peligros y vicisitudes de cinco meses de expedición a caballo y a pie por lo más abrupto del Pirineo Cantábrico. Estábamos sobre la misma cumbre, en el remate mismo de la crestería de piedra con que se yergue, como atleta no vencido, El Evangelista, uno de los colosos de la cordillera Las Peñas de Europa, coloso que levanta sus pedrizas enormes, sus abismos inmedibles, sus ventisqueros henchidos de cientos de toneladas de nieve a 2.600 metros sobre el nivel del mar. Sentíamos la felicidad de aquella elevación espantable, y el arriesgado propósito que teníamos de pasar la noche sobre aquellas cumbres, prestaba a nuestros cerebros la prodigiosa actividad de las horas de inspiración.
La imitación es el objeto del arte propiamente dicho; la invención es el sello del genio. Invención absoluta, tampoco, ciertamente, la hay. La invención más llena de atrevimiento y de originalidad, no es más que un conjunto de imitaciones escogidas. El hombre no compone nada de la nada; pero se eleva casi al nivel de la potencia creadora, cuando de una multitud de elementos dispersos forma una individualidad nueva y le dice: ¡Sé! El escultor copia una figura de hombre; es el mismo hombre con las proporciones armoniosas de sus miembros, la ondulante flexibilidad de sus miembros, la elasticidad animada de sus carnes casi vivas a la vista: el escultor no ha hecho más que una academia. Busca, compara, reúne, pone en relación en un orden posible, tan posible que parece verdadero, todas las partes de una organización perfecta, que respira la majestad soberana apenas humanizada por un resto de cólera y de desdén; entonces ya no es un escultor; ha hecho un Apolo, ha hecho un dios. En el tiempo de Homero, ningún guerrero fue identificado con su Aquiles, o con su Ajax, o con su Diomedes, ni ningún rey con su Nestor; y, sin embargo, ese rey y esos guerreros, que no han existido jamás, son seres vivientes.
En el País de los Gillikins, que se extiende al norte del País de Oz, vivía un niño llamado Tip. Ese nombre encerraba algo más, porque la vieja Mombi declaraba a menudo que el nombre completo del joven era Tippetarius; pero como «Tip» servía perfectamente, no se esperaba que nadie dijera una palabra tan larga. Ese niño no recordaba nada de sus padres, porque había sido criado desde muy joven por la vieja conocida como Mombi, cuya reputación, siento decirlo, no era de lo mejor. Los gillikins tenían razones para sospechar que practicaba artes mágicas, y por lo tanto preferían no relacionarse con ella. Mombi no era exactamente una bruja, porque la Bruja Buena que gobernaba esa parte del País de Oz había prohibido la existencia de cualquier otra bruja en sus dominios. Así que la tutora de Tip, por mucho que aspirara a hacer magia, comprendía que era ilegal ser algo más que Hechicera, o a lo sumo Maga. Tip estaba hecho para traer leña del bosque, que la vieja usaba para hervir cosas en la olla. También trabajaba en los maizales, cavando con la azada o quitando la farfolla a las mazorcas de maíz; además, daba de comer a los cerdos y ordeñaba la vaca de cuatro cuernos que era el especial orgullo de Mombi.
GRANADINA Señor autor, me parece que tarda mucho el poeta que nos ofreció traer los sainetes de esta fiesta.MARTÍNEZ Más tarda la compañía, que debiera estar completa, según estaba citada antes de las ocho y media para oírlos, y a las nueve aún no hay traza de que vengan.GRANADINA A bien que yo estoy aquí.GARRIDO ¿Adónde se consintiera que nosotras madruguemos tanto y que los hombres duerman hasta que se les dé la gana?PONCHA ¡Si esto es una desvergüenza!MORALES Yo no vengo hasta las diez
Después de entrar, al amanecer, en la dársena interior del puerto de Tolón, y una vez que intercambió a voz en grito unos saludos con uno de los botes de ronda de la flota, que le dirigió hasta el punto de anclaje, el artillero mayor Peyrol largó el ancla del arruinado buque a su cargo entre el arsenal y la ciudad, en plena perspectiva del muelle principal. El curso de su vida, que a cualquier persona le hubiera parecido llena de incidentes maravillosos (sólo que a él jamás le maravillaron), le había hecho tan reservado que ni siquiera dejó escapar un suspiro de alivio ante el estruendo de la cadena. Y, sin embargo, así concluían seis esforzados meses de errática travesía a bordo de un casco averiado, cargado de valiosa mercadería, casi siempre escaso de comida, siempre a la espera de los cruceros ingleses, una o dos veces al borde del naufragio y más de una al filo del abordaje. Pero en cuanto a este último, el viejo Peyrol había decidido al respecto, y desde el primer momento, hacer saltar su valiosa carga por los aires, sin que tal decisión representara para él perturbación alguna de su espíritu, forjado bajo el sol de los mares de la India en desaforados litigios con gentes de su ralea por un pequeño botín que se desvanecía tan pronto se cobraba, o, más aún, por la simple supervivencia, casi igualmente incierta en sus altibajos, a lo largo de los cincuenta y ocho ajetreados años que ahora contaba.
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