Bag om La Copa Dorada
Cuando pensaba en ello, el PrÃncipe se daba cuenta de que Londres siempre le habÃa gustado. El PrÃncipe era uno de esos romanos modernos que encuentran junto a las orillas del Támesis una imagen más convincente de la fidelidad del antiguo estado que la que habÃan dejado junto a las orillas del TÃber. Formado en la leyenda de aquella ciudad a la que el mundo entero rendÃa tributo, veÃa en el actual Londres, mucho más que en la contemporánea Roma, la verdadera dimensión del concepto de Estado. Se decÃa el PrÃncipe que, si se trataba de una cuestión de Imperium, y si uno querÃa, como romano, recobrar un poco ese sentido, el lugar al que debÃa ir era al Puente de Londres y, mejor aún, si era en una hermosa tarde de mayo, al Hyde Park Corner. Sin embargo, a ninguno de estos dos lugares, al parecer centros de su predilección, habÃa guiado sus pasos en el momento en que le encontramos, sino que habÃa ido a parar, lisa y llanamente, a Bond Street, en donde su imaginación, propicia ahora a ejercicios de alcance relativamente corto, le inducÃa a detenerse de vez en cuando ante los escaparates en los que se exhibÃan objetos pesados y macizos, en oro y plata, en formas aptas para llevar piedras preciosas en cuero, hierro, bronce, destinados a cien usos y abusos, tan apretados como si fueran, en su imperial insolencia, el botÃn de victorias alcanzadas en lejanos pagos. Sin embargo, los movimientos del joven PrÃncipe en manera alguna revelaban atención, ni siquiera cuando se detenÃa al vislumbrar algunos rostros que pasaban por la calle junto a él bajo la sombra de grandes sombreros con cintajos, u otros todavÃa más delicadamente matizados por las tensas sombrillas de seda, sostenidas de manera que quedaban con una intencionada inclinación, casi perversa, en los coches del tipo victoria que esperaban junto a la acera.
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